Miguel Ángel Muñoz

Para Antoni Tàpies, por la
experiencia compartida

Es difícil resumir la importancia de Henri Michaux (Namur, 1899-París, 1984), en la cultura del siglo XX, y no sólo por su versatilidad creadora. Se le considere como pintor o como poeta, en cualquiera de estas dos facetas por separado habría merecido ocupar un lugar internacional de privilegio, lo cual es poco frecuente en nuestro tiempo. ¿Será por lo que su escritura tuvo siempre de grafía, de gesto, de nervio? No hay que desdeñar, desde luego, lo que este “barbara”, como le decía el pintor Josep Guinovart, halló en Asia, y, en especial, en la vieja y refinada China, país donde la propia caligrafía poética es inseparable de la pintura. Sus primeros bocetos datan de 1937 y muestran, sobre un fondo oscuro, negro, el palpitar de vagos paisajes andinos, donde se cocieron sus primeras ilusiones visionarias. Había en ellos algo de los paisajes de Max Ernst, con sus perfiles mágicos y fluorescencias orgánicas, de aspectos inquietante. “Para Michaux —decía Octavio Paz— la pintura ha sido un viaje al interior de sí misma, un descenso espiritual. Una prueba, una pasión”.
Michaux, como muchos otros de sus contemporáneos, partió, en fin, del inmenso continente imaginativo del surrealismo, pero, enseguida, giró por una senda personal e intransferible. Una senda netamente caligráfica, que pugnaba por expresar
—explorar— lo que entreveía sometido al efecto de potentes narcóticos y exóticos alucinógenos, como la mescalina o el peyote. Todo esto fluyó de la manera más deslumbrante en la década de los cuarenta, cuando Michaux, junto con Fautrier y Dubuffet, se convirtió en el alma del emergente informalismo francés. Desde luego, una corriente alterna al grupo de artistas franceses, fueron los españoles Antoni Tàpies, Josep Guinovart, y los integrantes del grupo El Paso, como Antonio Saura, Luis Feito, Manolo Millares y Rafael Canogar. Era una obra de apretada escritura visionaria sobre papel, en la cual la sensación cósmica no perdía nunca una dimensión íntima, porque, en realidad navegaba por el insólito e interminable océano de lo cerebral, la galaxia más recóndita.
El pintor/poeta, desarrollo su discurso estético, para escapar a la influencia de las palabras, así como para lograr desarraigarse, y cada obra es una exploración, ya sea de los poderes de la noche, o, para dejar ir la mano “en el desorden, la discordancia y el atolladero, el mal, y el andar patas arriba”, así aparecen manchas, signos, y muchedumbres en movimiento. “La voluntad —dice Michaux— equivale a la muerte del arte”, por ello, privilegia la acuarela, o bien la aguada y las tintas diluidas, que le permiten una ejecución rápida de su obra.
En 1938, Michaux intuyó el potencial automático de esta ebullición pictográfica y recomendaba que el pintor simplemente se dejara llevar por su mano. Esta conquista de lo espontáneo no era, sin embargo, para él, un camino fácil, sino un paso a lo desconocido, una tentación cargada de insólitas dificultades. “Todo arte —escribió Michaux— posee su tentación propia y sus regalos”. Los desafíos, como el que Michaux llamó el “combate contra el espacio”, fue clave para el desarrollo de su obra. Sus exploraciones, a partir de los cuarenta, trabajando con aguadas, guaches y tinta china, revelaron un universo en el que manchas y trazos se adentran por sendas psíquicas fantasmales. Pero, en cuanto triunfó el informalismo tachista, formando una corriente y escuela, Henri Michaux se desentendió y siguió a su aire, con total independencia.
La edición reciente del libro —catálogo Icebergs (Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006), constituye una am­biciosa aproximación global a la vida y obra de Michaux y des­de luego, un gran mérito, ya que reúne un conjunto notable y representativo de su obra, seleccionada, a partir de muchas co­lec­ciones privadas europeas, de difícil acceso. Un conjunto representativo de todas sus etapas, temas y técnicas. Aunque este volumen destaca por un exhaustivo análisis de su obra plástica —muy influida por Giorgio de Chirico, Paul Klee y Max Ernst—, también incluye numerosos documentos, libros, cartas y manuscritos fundamentales para comprender la íntima y compleja vida y pintura de Henri Michaux. Una oportunidad fascinante, para seguir descubriendo el sentido revelador de una obra poética y pictórica que se mantiene viva al pasar de los años.