Para recordar el viejo Búho

 

A René Avilés Fabila,

por nuestra añeja amistad,

como los buenos vinos.

María Eugenia Merino

Buscando unas referencias para un texto que preparo sobre Truman Capote me di cuenta de que no pasa un par de días sin que, por una u otra razón, vuelva yo a mis viejos libros. Al abrir uno de ellos, cayó un par de amarillentas cuartillas que publiqué en aquel famoso suplemento cultural que René dirigía en Excélsior, donde tuve el privilegio de colaborar.

Y como en un déjà vu de película, los recuerdos y la nostalgia se me vinieron encima: los miércoles de formación y revisión de galeras, la corrección de originales, las prisas del día de entrega, las anécdotas de René, los chistes, las bromas, las visitas de los colaboradores —algunos por desgracia ya no entre nosotros…

De esas cuartillas que sobrevivieron tantos años, hoy retomo algunas de aquellas reflexiones porque al parecer la situación no ha cambiado gran cosa.

Ni duda cabe de que, en esta vida, todo es según el color del cristal… Y así, en época de vacas flacas, todavía podemos descubrirle cosas buenas. En estos tiempos de crisis —como en aquéllos del viejo Búho—, que corren o se estancan, según, a veces, nos parece, cuando comprar libros puede resultar poco menos que un pequeño lujo, volvemos la vista y las manos ávidas a nuestros viejos y queridos amigos: los libros de nuestra biblioteca —comprados con esfuerzo, recibidos con gratitud aunque cada vez sea menor el número de ejemplares que nos llega de regalo, o robados sin remordimiento.

De este modo he podido volver a disfrutar la obra espléndida de William Faulkner.

Hay en él un —me atrevería a decir— preciosismo en el manejo de complejas estructuras, como un encaje de Bruselas, que nos obligan a un esfuerzo de concentración y comprensión —enriquecedor de nuestro propio trabajo literario—, y de las técnicas del punto de vista, que a más de un lector han confundido: recordemos los monólogos de Benji, el hermano idiota, en El sonido y la furia, y de Quentin Compson, el hermano suicida, tanto en El sonido… como en ¡Absalón, Absalón!, construidos como un desconcertante rompecabezas en donde se ponen en juego recuerdos, conjeturas, planos narrativos…

También de admirar, y gozar, su adjetivación sorprendente, total. Todo nos electriza: la decadencia y ruina moral, la opresión de sus obsesivos ambientes sureños —que lo hermanan con otros de sus coterráneos, como Carson McCullers, Erkin Caldwell y, en mucho menor grado, Capote—, el mítico condado de Yoknapatawpha; nos mueve, todo, en forma contradictoria, a compasión y repulsión.

Amamos y aborrecemos a sus atormentados personajes precisamente por sus contrastes, por lo que de humano (¿de nosotros mismos?) tienen; por ejemplo, la Temple Drake de Santuario, mitad víctima, inocente, pero, también, provocativa, mitad culpable y propiciadora de la destrucción: en sus manos estuvo salvarse y, sin embargo, un no sé qué que nos espanta la retuvo en el lugar de su propia desgracia.

Y es en ese mismo Santuario —que debería ser eso, un lugar consagrado para refugiarse de la maldad— donde asistimos, desde las primeras líneas, como voyeuristas —al igual que Popeye (curiosamente el único personaje del que no tenemos punto de vista) espía entre los arbustos a Horace Benbow, que en ese momento para nosotros es sólo “el hombre”—, a una de las historias más terribles, por trágica, que se hayan escrito, y que le valiera a Faulkner el aura de ser considerado en ese momento como un “escritor de novelas violentas, sensacionalistas y casi pornográficas” (recordemos que fue publicada en 1931, cuando aún estaba fresco en la memoria el recuerdo del hecho real que, quizá, inspiró a Faulkner a escribirla). Pero el tiempo ha sabido ponerlo en su lugar y Santuario es, junto a ¡Absalón… y El sonido… una de sus obras maestras, llevada luego al cine —y censurada— con Lee Remick, Ives Montand y Bradford Dillman.

Crímenes, linchamientos, crueldad, violación, incestos, degradación, brutalidad y una inmensa gama de bajas pasiones forman el abanico de temas que campean tanto en su novelística como en sus relatos cortos; y sin embargo, nos mueven a compasión y hasta a ternura —bástenos recordar a Benji, a Caddy, a Dilsey…

Forma y fondo en constante pugna por ser protagonistas, pero en Faulkner… imposible separarlos. Irredención y pesimismo que sólo pueden contarse así, con la lucidez devastadora de un aparente caos.