Nunca podré estar a la altura de lo que le adeudo

Nihil actum reputam

Si quid superesset agendum.

In memoriam Rosario Castellanos

Samuel Gordon

En algún lunes de agosto de 1971 asistí a una conferencia impartida por la embajadora de México en Israel en la Universidad Hebrea de Jerusalén, en el viejo campus de Guivat Ram. Una mujer, con elegante y suntuoso porte de princesa maya, explicaba temas con pronunciación e inflexiones nuevas para mí. Era el habla suave de México. Por primera vez escuché los nombres de Jorge Portilla, Samuel Ramos y Emilio Uranga. Se sumaban a los de Antonio Caso, Octavio Paz, Alfonso Reyes, Ramón Xirau y Leopoldo Zea para delinear una trayectoria en torno a México y lo mexicano. Se trataba de la conferencia magistral inaugural de un curso sobre literatura mexicana, materia que, por entonces, hasta en México solía considerarse “un invento de profesores norteamericanos” según decía la propia Rosario.  Al finalizar el comienzo de aquel ciclo supe, sin entenderlo, que yo sería mexicanista.

Días después aquella misma dama distinguidamente vestida, sobre todo por comparación con la descuidada usanza israelí, avanzó por el pasillo que conducía al Departamento de Estudios Españoles y Latinoamericanos e ingresó a la coordinación departamental para ofrecer sus servicios docentes.  La mayor parte de los allí presentes —profesores y estudiantes por igual— quedamos estupefactos.

Alguien trató de explicarle que su estatuto diplomático y, a la vez, su condición de extranjera no dada de alta como causante fiscal, impediría todo pago de emolumentos por sus clases, al mismo tiempo, cada hora impartida en la universidad debía causar el cargo correspondiente, entonces ¿cómo se podría solucionar aquel intríngulis fiscal?

Su inicio como docente

La maestra Rosario Castellanos sugirió donar los importes devengados a cualquier institución de beneficencia local, que ella, naturalmente, no tenía la menor necesidad de los pagos sino que, experimentaba un enorme deseo por impartir varios cursos sobre literatura mexicana.

Se fijó entonces un formato académico de seminario para sus cursos y se destinó un salón ―dentro de las dimensiones habituales para ese fin― con un cupo de doce a catorce participantes según se ocuparan o no las cabeceras de la mesa correspondiente.

Para aquel primer año lectivo 1971-1972 en la Universidad de Jerusalén, Rosario arrancó con un curso sobre la “nueva novela en México”. Como pocos, muy pocos docentes, siempre contextualizaba histórica, social, política y estéticamente los asuntos que impartía.  Sus lecciones comenzaron, entonces, con algunos antecedentes panorámicos de la narrativa en México que, partiendo desde el siglo XIX, ponían en perspectiva las querellas y polémicas entre indigenistas e hispanistas, entre liberales y conservadores para recalar en las del momento, entre “civilizadores occidentales” y “marxistas doctrinarios”. Todo ello como introito a un dilema que muchos narradores mexicanos aún no acababan por resolver: ¿quién es el destinatario de su escritura? Aseveraba, con gran énfasis, que las páginas redactadas por los autores, a veces, a vuela pluma, transmitían al lector las “consignas adecuadas” las “ideas correctas”, a modo de explicación inmediata de los sucesos en el país; porque, según reafirmó también en muchos de sus escritos, refiriéndose a la narrativa anterior a los años cincuenta, la novela en México, no apareció como un fenómeno cultural aislado, sino siempre en relación directa e inmediata con fenómenos sociales, políticos y económicos los cuales posibilitaron su nacimiento, favorecieron o retardaron su desarrollo.

El abordaje inicial comenzó con José Joaquín Fernández de Lizardi, primer novelista mexicano, cuya obra se escribió cuando el país pugnaba por su independencia y trataba de constituirse en nación. Consideraba que Lizardi, al igual que la mayoría de los escritores hispanoamericanos importantes a lo largo de todo el período independentista, concebía a la literatura como un instrumento apto para la transformación del mundo y del hombre, para el logro de los ideales de libertad, de justicia, de abolición de la ignorancia; en suma, la literatura como responsabilidad pública ineludible, como compromiso del cual el resto de la sociedad pedía cuentas.

De ahí, pasando por una serie de generalidades, ingresó al siglo veinte, a la Revolución Mexicana, sobre la cual afirmó que, en 1910 estalló una revolución que fue la única a la que los historiadores sobre México le confirieron el honor de una R mayúscula. Recalcó la participación en ella de todos los ciudadanos incluyendo, naturalmente, los escritores. Siguieron a los caudillos en sus andanzas, acompañaron a las tropas, se enteraron de las intrigas de los políticos y reflejaron, durante mucho tiempo, en su producción literaria, el caos, la violencia y la muerte derivados de aquellos forcejeos revolucionarios y postrevolucionarios.

Para ello nos remitió a las obras de Mariano Azuela y de Martín Luis Guzmán pero, para acercarnos más a la contemporaneidad del segmento literario que habría de tratar en el seminario, se centró en la narrativa de Agustín Yánez, sobre todo en dos libros: Al filo del agua y La tierra pródiga, estudiándola, como siempre, desde sus abordajes múltiples, a partir de la lacra del caciquismo en México. En la misma línea analizó la novela Bramadero de Tomás Mojarro.

Un pequeño apartado de humor en la narrativa mexicana estuvo constituido por su agudo e irónico examen de La feria de Juan José Arreola y Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia. Seguidamente, dos autores deslumbrantes por su fantasmagoría, su imaginación y los sesgos de literatura fantástica que se entrecruzan en sus obras: Juan Rulfo y Elena Garro. Rulfo fue un descubrimiento notable para casi todos nosotros. Pedro Páramo era una obra que no queríamos abandonar y Los recuerdos del porvenir resultó otra propuesta inolvidable, poco después, sucedería lo mismo con El libro vacío de Josefina Vicens. A pesar de peticiones insistentes ―porque sin duda se trataba de una oportunidad excepcional― no quiso referirse a sus propias novelas pese a que Balún Canán acababa de publicarse en hebreo en la traducción de Iosi Dayán. Nos despachó con una breve introducción a lo que, entonces, aún se denominaba “novela indigenista” y centrada, según dijo, en sectores que, por su pertenencia étnica, han sido puestos aparte de los demás y, para acabar de esquivar aquel asedio mencionó, muy de pasada, su Oficio de tinieblas pero se refirió al mundo indígena recreado por antropólogos y no por novelistas: Juan Pérez Jolote de Ricardo Pozas y Los hombres verdaderos de Carlo Antonio Castro.

Fuentes, Revueltas y Poniatowska

Carlos Fuentes y José Revueltas ocuparon otra parte del curso. El primero con sus “dos libros mayores” como los denominó Rosario La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz y José Revueltas, de quien Rosario no omitió decir que era marxista declarado y miembro activo del Partido Comunista, juzgando como su libro más importante, a uno casi desatendido en México: Los errores. Otros repasos rápidos contemplaron dos novelas de Lidia Zuckermann Anoche tuve un sueño extraño y Triste columpio, seguidas por Estudio Q de Vicente Leñero y Farabeuf de Salvador Elizondo.

El seminario cerró con un libro al cual Rosario, entusiasmadísima, dedicó dos sesiones Hasta no verte Jesús mío de Elena ―siempre le llamó Elenita― Poniatowska. El personaje de Jesusa Palancares codificado literariamente a partir de bases antropológicas y testimoniales, entreteje en su monólogo recuerdos nostálgicos con proyecciones de todo tipo, encarna, como todos sabemos, a una mujer proveniente de los más bajos estratos sociales, provinciana, discriminada y solitaria. Sus avatares constituyen la esencia de los veintinueve capítulos que conforman la novela.

Este curso, concebido como panorámico, se ramificó monográficamente en aquellos segmentos que lo ameritaban a juicio de la expositora, Rosario quería poner de relieve determinados tipos de estéticas, el empleo de recursos vanguardistas o experimentales, enfoques sobre México u obras singulares no previstos en la generalidad de las taxonomías entonces vigentes.  A pesar de las obras de corte experimental e innovador presentadas a lo largo del ciclo, siempre insistía una y otra vez sobre el valor testimonial de la mayor parte de la novela mexicana.

Esencia del mexicano

Recordemos, antes de proseguir, que Rosario Castellanos se formó y graduó en filosofía, no en letras. Quizá por ello, el programa propuesto para el segundo año lectivo en la Universidad —1972-1973— pertenecía más al universo de la filosofía mexicana que a la literatura del país.  Cercana, por muchas razones, al grupo Hiperión, núcleo que reunió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en torno a Leopoldo Zea, a inquietos jóvenes filósofos mexicanos ―uno de cuyos integrantes, Ricardo Guerra, acabó siendo su marido―, escogió impartir un deslumbrante programa sobre la esencia de lo mexicano que empezó con El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos y finalizó con la Fenomenología del relajo de Jorge Portilla.

Pero, esta vez, la pequeña sala de seminarios fue reemplazada por el mayor auditorio de la sección de humanidades que tenía la Universidad en ese campus, el Auditorio Sherman donde, un año antes, había sido su conferencia inaugural. La cantidad de oyentes registrados anticipadamente para el curso, provenientes de todo el país ―se trata, ciertamente, de un micropaís― superaban ya el centenar, de modo que la dinámica del seminario debió ser sustituida por conferencias magistrales las cuales sólo permitían contadas preguntas y respuestas al final de cada sesión.

Tratándose de un curso en el Departamento de Letras, la denominación oficial de la materia fue “Identidad en la Literatura Mexicana Contemporánea”. Unos prolegómenos ineludibles situaron, en el siglo XIX, en los escritos de Ignacio Ramírez, Gabino Barreda y Justo Sierra los inicios de la reflexión sobre lo mexicano.

Ya en el siglo XX, y aún dentro de las generalidades, recordó que Antonio Caso reunió ―a fines de 1923― nueve ensayos bajo el título de El problema de México y la ideología nacional, cinco años más tarde, uno de sus más aventajados discípulos, el filósofo michoacano Samuel Ramos, comenzó a dar a conocer en diversas publicaciones periódicas una serie de artículos que, retocados y organizados, se convirtieron en capítulos del libro verdaderamente fundador de la materia: El perfil del hombre y la cultura en México, publicado en 1934.

De ahí, precisamente, partió su curso, que revisó además, de manera sistemática y puntual, Análisis del ser del mexicano de Emilio Uranga, El laberinto de la soledad y su Posdata de Octavio Paz, En torno a la filosofía mexicana de José Gaos, Conciencia y posibilidad del mexicano de Leopoldo Zea, Mito y magia del mexicano de Jorge Carrión y, para concluir, Fenomenología del relajo de Jorge Portilla.  Esta última abarcó la mayor parte del semestre y nos adentró, como ninguna otra, en el modo de ser del mexicano.

Nos fascinó cómo, a partir de la aparente frivolidad con la que se asocia el relajo, una forma de conciencia tan incidental como la burla, el chiste o la risa, servía de clave sorprendente para penetrar en la estructura espiritual de un pueblo. Cómo la chocarrería y la liviandad incontrolables, habían destruido las mejores cualidades de los más prometedores condiscípulos y colegas de Jorge Portilla, hasta llevarlos a su autoaniquilación. La suspensión de la seriedad, el desvío de valores que el relajo supone fueron percibidos por todos nosotros, quienes poco sabíamos entonces acerca de México y lo mexicano, como una conducta irracional consistente en suprimir todo futuro regulado. En fin, creo que aquellas enseñanzas y las inquietudes despertadas, perduraron en nosotros sin llegar a disolverse jamás.

 

El infausto accidente

El último año lectivo en la Universidad de Jerusalén, 1973-1974, estuvo dedicado al teatro en México. Fue el periodo donde ya no logró calificar a sus alumnos debido a su malhadado accidente.

Principió con el remoto antecedente del Rabinal Achí, cosa extraña porque Rosario siempre se concentraba en la contemporaneidad del siglo XX y, si acaso, podía retroceder hasta las gestas independentistas para clarificar el origen de algún proceso nacional pero, de ascendencia maya al fin, tenía que dar cabida a esta tradición de los quichés. Pese a tener previstos a varios dramaturgos mexicanos del siglo XX, notablemente a Emilio Carballido, casi todo el semestre quedó dedicado a Rodolfo Usigli, a su trilogía de las “coronas”, sobre todo, a Corona de luz.

El 7 de agosto de 1974, día del infausto accidente, cuando aún no recibíamos las calificaciones del que habría de resultar el último curso impartido en la Universidad de Jerusalén, tuve el raro y triste privilegio de hablar, telefónicamente, con ella por última vez. Generosa, como siempre, había promovido mi presencia en El Colegio de México, entonces bajo la dirección de Víctor Urquidi, para impartir un seminario de lo que en esos tiempos era mi especialidad ―en tanto consolidaba mis estudios latinoamericanos y mexicanos―, la historia política del Medio Oriente. La comunicación, efectuada al filo del mediodía, fue breve, unos diez minutos. Me dijo que no podía verme porque debía trasladarse a la ciudad vieja de Jerusalén, en la zona amurallada, para recoger unas mesas de bronce repujado encargadas desde Siria las cuales, después de largos meses de espera, acababan de arribar. Me informó que mi traslado a México sería para el próximo semestre lectivo. Después de los saludos de rigor, nos despedimos.

Dos horas y media más tarde recibí la llamada de su chofer, de nombre Israel, de origen búlgaro, quien hablaba ladino, y la llamaba siempre “señora embaxatriz”. Lloraba desconsoladamente. Me dijo que la señora embaxatriz había sufrido un accidente y rogó me trasladara de inmediato a Herzlía Pitúaj, sede de la residencia de la embajadora de México. En menos de una hora estuve allí y le pedí me transportara al hospital adonde la habían conducido. Inútil. No nos dejaron ingresar porque ya la habían declarado muerta y debido a su estatuto diplomático, el acceso fue totalmente restringido. Regresamos a la residencia. De manera pormenorizada, Israel reconstruyó aquellos últimos minutos antes del accidente. Era un día calurosísimo en que soplaba el “jamzín”, vocablo en árabe que significa “cincuenta”, utilizado para hacer referencia a la cantidad de días en que más duramente golpea un viento abrasador desde el desierto. El Mercedes de la embajada no tenía aire acondicionado. Rosario descendió de prisa, descalza por el inmenso calor, empapada de sudor, con urgencia de colocar sus mesas metálicas repujadas. Había un hueco esquinado entre dos sofás, el cable de una lámpara lo cruzaba en diagonal, desde el enchufe hasta la mesa de centro de la sala donde estaba colocada, ese espacio era el destinado para ubicar la mesa de mayor diámetro. La lámpara metálica estorbaba, estaba mal aislada, es un país con corriente de doscientos veinte voltios, al moverla Rosario quedó pegada, agónicamente. El chofer estacionaba el carro en la cochera, en reversa. Tardó varios minutos en ingresar a la residencia con las mesas para recibir instrucciones. Al entrar se encontró con la terrible escena, a duras penas, con el pie, logró desconectar el cable. Inevitable, ridículo, increíble. Por ello, siempre, tantas absurdas conjeturas. Al día siguiente, en la sección militar del aeropuerto, cuatro jóvenes soldadas entregaron un féretro envuelto en la bandera nacional a un avión de la Fuerza Aérea Mexicana que lo trasladaría de regreso a la patria. Hube de aceptarlo por fin. Rosario Castellanos sí había muerto.

Profesora en Estados Unidos

Vuelvo a lo nuestro. Para mejor valorar sus concepciones docentes así como sus perspectivas en torno a las letras mexicanas quedan aún por elucidar los detalles del programa preparado por Rosario para el año lectivo 1974-1975 el cual debía comenzar tres semanas más tarde. Tenemos dos testimonios. Uno, que dedicaría el curso a la poesía de Sor Juana y otro, a la poesía mexicana del siglo XX en general.

Creo que todos conocemos sus apreciaciones sobre la figura y la poesía de Sor Juana, no así ―excepto en muy escasos ensayos― sobre la poesía mexicana del siglo XX. En las pocas ocasiones en que externó algún parecer sobre los poetas nacionales jamás avanzó más allá de los Contemporáneos. Hubiera sido sumamente interesante conocer sus juicios sumarios sobre poetas más recientes.

Rosario Castellanos fue profesora visitante en cuatro universidades fuera de México: Wisconsin, donde impartió dos cursos, uno de “civilización latinoamericana” y otro sobre “novela mexicana contemporánea”; en Colorado, donde enseñó materias similares; en Indiana, donde explicó las nuevas “tendencias de la narrativa mexicana contemporánea”; todo ello en los Estados Unidos así como los que tuve la fortuna de tomar en la Universidad Hebrea de Jerusalén. No conozco los pormenores de sus enseñanzas en esas casas de estudios, pero sería importante reconstruirlos para tener una mejor visión de sus actividades docentes y para aquilatar cómo su lucidez y reflexiones contribuyeron a sistematizar el universo de la mexicanística, a elevar el nivel de los estudios mexicanos que hoy, a partir de sus lecciones, aparecen como diversas disciplinas coherentes, periodizadas y dotadas de terminologías técnicas solventes, que muchos de sus discípulos hemos tratado de proseguir.

A Rosario Castellanos debo algunas de las visiones más singulares sobre las culturas de México y la aportación de la mujer. Nunca podré estar a la altura de lo que le adeudo. Pero no soy el único, también México le debe mucho más de lo que le reconoce y ya es hora de que ello se revierta.

El autor es doctor en letras mexicanas por la Universidad de Pittsburgh en Pennsylvania. Durante sus primeros estudios de posgrado en la Universidad Hebrea de Jerusalén fue alumno de Rosario Castellanos. Ha sido designado investigador nacional del más alto nivel por el Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y tecnología. Es miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York.

Los subtítulos —cabezas de descanso— son de la Redacción.