Ignacio Solares

Para Aarón Montero

La Ley de Murphy nos dice que si algo puede salir mal, saldrá peor. O si en principio algo puede salir mal, sucederá. Por eso, por decir así, si estoy formado en una fila cualquiera, desesperado porque no avanza, viendo como la de junto avanza más rápido, me paso a ésta, con lo que sólo consigo detenerla, y es ésa, precisamente en la que yo estaba antes, la que empieza a moverse más de prisa. Como para jalarse los pelos en una forma que yo sólo la he visto en el teatro a actrices sobreactuadas. Claro, es que aún no conocíamos la Ley de Murphy.
Habría que hacerle un agregado para volverla más explícita —y pesimista—. Lo que buscas, se esconde. Cuando dejas de buscarlo, aparece.
Hay un cuento de Julio Cortázar —Manuscrito hallado en un bolsillo— que pone de manifiesto el tema. Un personaje se enamora de una mujer al verla en el Metro de París. Primero la descubre a través del reflejo violáceo de la ventanilla, luego la ve de frente y, finalmente, se sienta junto a ella. Pero nunca le dice nada —a propósito, según veremos después— y sólo la ve bajarse en cierta estación. Comprende enseguida que es la mujer de su vida, la que le ha estado reservada desde siempre, la que ha buscado durante buena parte de su vida, la única, la irremplazable. Pero se hace una apuesta a sí mismo (¿sólo a sí mismo?): si de veras es la mujer que le ha sido elegido a él, sólo a él, por el destino, deberán de, pronto, volverse a encontrar en el mismo Metro de París. Pero esto no sucede. El personaje pasa días, semanas, meses, buscándola en todas las estaciones posibles a partir de la que ella se bajó —y el Metro de París, hay que recordarlo, es un verdadero laberinto—. Finalmente, comprende que no volverá a encontrarla y decide suicidarse al paso de un vagón, lanzándose ahí mismo, en la estación donde la vio bajar. Por eso el cuento se titula Manuscrito hallado en un bolsillo: porque alguien lo encuentra ya en su cadáver. Desde que lo leí
—siendo uno de los que más me gusta de Cortázar—, pensé que, para hacerlo aún más dramático, le faltaba una leve vuelta de tuerca. Que en el momento mismo de ir cayendo a la vía, ya sin poder detenerse, alcanza de reojo a ver que la mujer estaba parada, ahí, cerca de él.
Las cosas aparecen cuando ya no las buscamos.
Algo así como una frase de Giovanni Papini respecto a su encuentro con Jesu­cristo:
“Te encontré cuando renuncié a buscarte”.
Pero no es necesario ir tan lejos. Nos sucede
—¿por qué?— cotidianamente. Hay un pequeño y espléndido ensayo de Alfonso Reyes sobre el tema: La malicia del mueble, en el que tiene frases como éstas, admirables: “La tinta de la estilográfica se agota precisamente a la hora culminante, en la última línea de la inspiración. O sobreviene el corto circuito al tiempo en que el médico empieza a hundir el bisturí. Aquella mecedora nos tiene locos: le ha dado por balancearse sola en los momentos menos esperados”.
A mí —yo creo que a todos— me ha sucedido con frecuencia. Pero la última fue excepcional y aleccionadora. Estábamos en Melbourne, Australia, mi esposa Myrna y yo. Habíamos ido a ver a nuestra hija, que estudia su maestría en una universidad de Sydney. En la tarde, después de comer y de pasear, buscábamos ansiosamente un taxi para regresar al hotel. Estábamos realmente muy cansados. Pasó casi una hora de espera inútil. En el momento de llegar a aquella calle, habíamos visto pasar por lo menos un par de ellos. ¿Qué sucedía? Me atreví —cuidado— a mencionar la Ley de Murphy. Entonces mi yerno, Aarón, que la conocía, me hizo en voz baja una sugerencia que
—ahora lo veo— trastocaba la mencionada ley: “Hagamos como que no necesitamos el taxi, que Myrna y Maty entren a una tienda a comprar cualquier cosa —les encanta—, mientras nosotros esperamos afuera, discretamente”. Así lo hicimos. En efecto, apenas mi mujer y mi hija se perdieron en la tienda, ¡empezaron a pasar los taxis! Dos, por lo menos. Paramos a uno. Me quedé en él, mientras Aarón iba a buscarlas.
Habíamos no sólo trampeado a Murphy, sino a toda lógica posible de lo misterioso que nos rodea y nos invade.