El valor de la disidencia
Raúl Jiménez Vázquez
En su célebre obra Eichmann en Jerusalem, la autora Hanna Arendt describe cómo, luego de ser presentado formalmente ante el tribunal militar que habría de juzgarlo, Adolf Eichmann, el capo mayor de los campos de exterminio donde se perpetró el Holocausto, se declaró inocente alegando simplemente que se había limitado a cumplir las órdenes dictadas por sus superiores.
Este caso sacudió la conciencia de la humanidad y puso en la palestra la importancia de la posibilidad de discrepar, dudar, criticar y desobedecer. Disentir e incluso rebelarse contra la tiranía y la opresión es un derecho humano expresamente reconocido en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Respetar, acoger y estimular la disidencia es un ingrediente fundamental para el adecuado funcionamiento de las democracias, pues de no ser así se corre el riesgo de dar curso a la patología del pensamiento único, a las percepciones tipo túnel y a los autoritarismos que preceden a la represión y las tragedias nacionales. Los opositores distan mucho de ser agentes tóxicos, al contrario, oxigenan, nutren, dan vida y fortalecen a la sociedad.
Un ejemplo superlativo e irrebatible de la validez de estos conceptos es el de Nelson Mandela. Su crítica sistemática al régimen segregacionista del apartheid le llevó a padecer un largo e injusto encierro. El resultado final es ampliamente conocido: quienes se creían poseedores de la verdad y que en aras de la misma reprimieron a este grandioso opositor político yacen en el basurero de la historia, en tanto que Mandela es hoy uno de los refulgentes símbolos de la humanidad.
En el plano nacional, la heroica generación del 68 es otra muestra extraordinaria. A quienes el régimen tildó de terroristas y traidores a la patria y les sometió a un juicio penal absolutamente apócrifo, ahora se les reconoce como los precursores de un importantísimo cambio de alcances multidimensionales, mientras que quienes aún reivindican a los autores intelectuales y materiales del abominable genocidio de Tlatelolco no son más que unos cuantos despistados.
Raúl Álvarez Garín, líder histórico del Movimiento Estudiantil, encarna sin lugar a dudas el preciado valor de la disidencia. Su congruencia, su verticalidad, su lucha inquebrantable en pos de la verdad y la justicia, así como sus innumerables y significativos aportes políticos y sociales merecen ser enaltecidos, tal como sucedió en el homenaje que le fue tributado hace unos días en las instalaciones de nuestra máxima casa de estudios.
En los tiempos que corren es menester dar a las visiones opositoras su justa relevancia y abstenerse de desdeñarlas, estigmatizarlas o someterlas a linchamientos mediáticos. No hace mucho alguien dijo con sobrada razón que lo que resiste apoya.
