EDITORIAL
Hay quienes atribuyen el conflicto político que hoy se vive en las calles de la capital del país a un error de logística: a que Enrique Peña Nieto ha enviado demasiadas reformas al Congreso de una sola vez y que algunas de ellas, como la energética, no han sido explicadas de manera suficiente.
El asalto y secuestro de las dos cámaras legislativas por parte de la CNTE, la huida de los legisladores a sedes improvisadas, la imparable presencia y multiplicación del crimen organizado, la formación de policías comunitarias —señal de la incapacidad de las instituciones para proteger al ciudadano— y el profundo bache económico en el que ha caído México, según Merrill Lynch y la propia Secretaría de Hacienda, hacen pensar que el país está en la antesala de una revolución.
Y en efecto, México ha entrado en un torbellino inevitable e imparable que pone en duda no sólo el futuro de la nación, su estabilidad, cambio o transformación, sino el éxito o fracaso de un gobierno que apenas tiene ocho meses en el poder.
Partidos y autoridades tendrán que ponerse de acuerdo sobre qué tipo de revolución quieren. La institucional —que es urgente e insoslayable— o la que pretenden encabezar grupos violentos y radicales, de identidad oscura, muy bien patrocinados y cuyos hilos pueden estar en el mismo narcotráfico.
Para traer a la ciudad de México, desde diferentes entidades, a cerca de 40 mil maestros y mantener por días un movimiento de esa naturaleza, hace falta dinero. ¿Quién está financiando una movilización que tiene como único propósito desestabilizar?
Bajo la crisis actual, el gobierno federal necesita tener como aliada a la sociedad. Sin embargo, la percepción es la de un gabinete cerrado, más cerrado e inaccesible que en los tiempos de Vicente Fox y Felipe Calderón, con una política económica incomprensible que, en lugar de impulsar la productividad y el empleo, ha provocado mayor pobreza, desempleo y estancamiento.
En la calle hay maestros y seudomaestros, pero, en las actuales condiciones económicas, también pueden salir todos aquéllos —la mayoría— que han perdido un empleo o cuya calidad de vida se deteriora cada vez más.
El gobierno tendrá que repensar la política economía actual. Afirmar —como recientemente un funcionario lo hizo— que el desplome del crecimiento del país debe servir como acicate para aprobar las reformas, significa no entender que a la mayoría de la población poco le importa la aprobación de una ley; que la paciencia social ya se agotó y que un Andrés Manuel López Obrador, junto con otros, busca utilizar la desesperación para sitiar al gobierno.
Lo cierto también es que, a diferencia de las administraciones panistas, que prefirieron dormir la mona del poder a encabezar el cambio nacional —con todos los costos y riesgos que ello tiene—, Peña Nieto tomó la decisión de comenzar a afectar privilegios.
Sin embargo, el presidente no va a poder encabezar solo el cambio. Además de sus colaboradores, necesita de la gente, de muchos de los amigos que hizo cuando era gobernador, de los simpatizantes que tuvo y ganó durante la campaña y que han sido olvidados, menospreciados, ignorados, por sus asesores más cercanos.
Una revolución como la que necesita el país no se hace con dos o tres funcionarios, con dos o tres legisladores. Requiere de la colaboración y confianza de la mayoría de los mexicanos.