Jaime Septién
La Jornada Mundial de la Juventud celebrada la semana pasada en Río de Janeiro vio nacer una estrella inesperada: la del Papa Francisco. El argentino y jesuita Jorge Mario Bergoglio ha sorprendido a tirios y troyanos con la sencillez de un cura de barrio y con la capacidad de atrevimiento de un teólogo de izquierda. Ha puesto el listón altísimo a curas, religiosos, obispos, cardenales y laicos. A todos movió y contra todas las taras del neoliberalismo salvaje se pronunció con soltura.
El mismísimo Leonardo Boff ha escrito un artículo donde advierte novedades históricas para la Iglesia Católica. No en el futuro —él piensa, por ejemplo, en el celibato opcional— sino en el presente. El llamado a los jóvenes de Francisco, la nueva “juventud del Papa”, a “no licuar la fe”, a “armar lío en sus diócesis”, a “salir a la calle”, compagina perfectamente con el llamado a los obispos y sacerdotes a recuperar la alegría (“que feo que es un obispo triste”, dijo) y salir al encuentro con los otros, en especial aquellos que viven en las “periferias existenciales”.
En los días que pasó en Río, yendo y viniendo en un Fiat pequeñito, jamás habló de prohibiciones. Siempre adelante, siempre pendiente del momento decisivo en el cual dejar colgada una frase que no por ingeniosa o sencilla, dejaba de ser profunda. Valoremos el siguiente párrafo de su homilía en la Catedral de Río de Janeiro, en presencia de los obispos que estuvieron con él en la Jornada: “En muchos ambientes y en general en este humanismo economicista que se nos impuso en el mundo, se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una cultura del descarte. No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos dogmas: eficiencia y pragmatismo… Tengan el valor de ir contracorriente… de esta cultura del descarte. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solidaridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana… Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro… Y hacerlo sin ser presuntuosos imponiendo nuestra verdad, más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla”.
El varapalo es enorme, quizá para algunos altos dignatarios de la Iglesia Católica en América Latina, la más populosa del mundo, se trata de un trancazo letal. ¿Cómo? ¿Salir a la calle? ¿Besar al leproso? ¿No amenazar a nadie; no seguir trasladándose en camionetas blindadas por “eficiencia y pragmatismo”? Y no nada más a los dignatarios: a todos los que nos decimos católicos. La cultura del encuentro es la gran ventana cerrada del continente. Somos el lugar de la exclusión. Por ejemplo, de los indígenas. El Papa Francisco—cuyo nombre, dijo Boff, más que un nombre es un proyecto— nos lo ha venido a restregar en la cara.


