EDITORIAL

 

La reforma energética del presidente de la república ha provocado no sólo un debate constitucional sino un quiebre en la interpretación de la historia.

Nadie imaginó, menos la izquierda, que al tomar “letra por letra” la reforma petrolera cardenista, Enrique Peña Nieto iba a provocar un cisma en las verdades absolutas, déspotas y autocráticas de quienes se creen dueños de Lázaro Cárdenas.

Lo que nos dice el presidente de la república en la exposición de motivos de la reforma es que, de 1958 a la fecha, todos aquéllos que han venido utilizando el nombre de Lázaro Cárdenas para impedir cualquier tipo de inversión privada en Pemex han vivido en la ignorancia y en la mentira.

¿Por qué? Porque las disposiciones constitucionales vigentes, las de hoy, que prohíben celebrar contratos con particulares en exploración no son las que redactó el general. Se trata de disposiciones jurídicas que fueron aprobadas cuando Lázaro Cárdenas ya no era presidente de México.

Peña Nieto se atreve a sacudir la leyenda, el estereotipo que por lustros ha venido manejando trilladamente la izquierda, y le da otra dimensión.

Dice de él, del general Cárdenas, que se trató de un estadista que, además de haber actuado como nacionalista, al expropiar la industria, tuvo la visión de ser un modernizador pragmático.

De acuerdo con la iniciativa presentada en Los Pinos, Lázaro Cárdenas nunca estuvo en contra de la participación de los particulares en actividades relacionadas con la exploración de petróleo. A lo que se opuso fue a que los privados, las compañías extranjeras, tuvieran derechos, es decir que fueran dueños —como sucedía en los años treinta y cuarenta— de los recursos que se encuentran en el subsuelo.

En el cuerpo de la exposición de motivos, Peña Nieto reproduce varios párrafos de la ley cardenista para demostrar que nunca se trató de una iniciativa antiprivatizadora a ultranza.

Señala cuatro partes esenciales: 1) Se consolidó la propiedad de la nación sobre los hidrocarburos. 2) Se  eliminó el régimen de concesiones en exploración y extracción. 3) En su lugar, se crearon contratos. 4) Se permitió la participación de terceros en refinación, transporte y distribución de hidrocarburos.

Redimensionar, reubicar la relación de Lázaro Cárdenas con el petróleo constituye, por parte de Peña Nieto, un acto de valor.

Ni el político, ni el analista más audaz se hubieran atrevido a redefinir la posición de este icono, intocable e inmutable, de la izquierda, con respecto a la participación de la iniciativa privada en la industria petrolera.

Dice Gustavo Madero que Peña Nieto presentó una iniciativa tibia y tímida. El dirigente del PAN, acusado por sus compañeros de partido de ser un déspota por imponer sus decisiones en el interior de su partido, sería incapaz de redactar una iniciativa que incorporara las propuestas de las diferentes corrientes políticas.

Peña Nieto redactó un documento de Estado y no una reforma dogmáticamente priista, como ya lo hizo hace unos días el PAN y lo hará próximamente el PRD.

La mejor calificación que ha recibido hasta este momento la reforma de Peña Nieto es de la prensa norteamericana.

Y no porque The Washington Post y otros diarios estadounidenses la elogien, sino por considerar que las trasnacionales la consideran insuficiente.

Esto significa que los argumentos utilizados por el PRD y  Andrés Manuel López Obrador para calificarla como un “atraco a la nación” —por implicar, supuestamente, una entrega a los particulares— carecen de sustento.

Sin embargo, lo que hoy más duele a la izquierda radical es que Peña Nieto, a través de un planteamiento hábil desde el punto de vista histórico y político, les quitó la bandera a quienes se creían dueños absolutos de Lázaro Cárdenas del Río.

Y Lázaro Cárdenas no es propiedad de nadie. Excepto, claro, del patrimonio nacional.