DE MI CUADERNO

 

Víctor Hugo Rascón Banda (6 de agosto de 1948-31 de julio de 2008)

 

 

María Eugenia Merino

Al leer —o releer, que a veces puede ser más doloroso— tu testimonio, pareciera que te estoy escuchando: el timbre de tu voz, las inflexiones, la seriedad de tu rostro, tus ademanes… Sí, leerte es escucharte. Es volver a oír las anécdotas sobre tu niñez, igual que cuando las contabas entre amigos, o en las comidas con los maestros de la Escuela de escritores, o en donde fuera, porque eras platicador por naturaleza, y no importaba que ya las hubieras contado varias veces, como no importa volverlas a leer en Camino a Santa Rosa, o en este Diario de un condenado, tan doloroso pero tan humano, tan triste pero tan lleno de valor y amor a la vida.

Historias sencillas que conservan el candor del niño que llevabas dentro, de ese “Ay, el Huguito, tan feo el pobrecito” que dices que decía tu madre, pero que “Dios le dio inteligencia para compensar”; pero no sólo inteligencia, también nombre de estirpe literaria, y un cúmulo de lecturas y experiencias que, bien relatas y nosotros atestiguamos, te condicionaron hacia la dramaturgia y la literatura; qué otra cosa podía ser —y hacer— el Huguito.

Y qué bueno que no fuiste presidente municipal en tu pueblo o gobernador de tu estado, porque así pudimos tenerte de presidente en Sogem, velando por nuestros intereses, defendiendo nuestras regalías, tratando de convencer a diputados y autoridades para conseguir exenciones o deducciones fiscales para los autores, librando batallas contra impuestos sobre nuestros derechos de autor, contra el iva a los libros…

Algunas batallas las ganaste, otras no. Perdiste la más importante, pero no sin antes enfrentarte durante doce años al cáncer, peleando por tu vida. “Venciste, Gabriel, venciste”, pero en victorias que no duraban demasiado, y de pronto, el demonio regresa: otra recaída; otra vez el hospital, los medicamentos, los tratamientos, la quimio, inyecciones, oxígeno…

Quienes estábamos fuera no sabíamos —no podíamos saber, si acaso imaginar— las largas horas del encierro hospitalario, las noches eternas, el insomnio, el dolor…

En la Escuela teníamos la consigna —comprensible— de no llamar, no molestarte, y sólo nos quedaba el recurso de informarnos a través de quienes estaban más cerca de ti: tu leal Amparito, la incansable Maribel, la inquieta y querida Jessica. Y luego el pesar de no poder ayudar cuando necesitabas transfusiones de sangre y plaquetas… Vanessa con sus escasos 40 kilos de peso, y yo con mi problema de tiroides… pero los alumnos se movilizaban con rapidez, corrían la voz, enviaban correos electrónicos, ponían cartelitos en las paredes.

Por semanas —durante tus recaídas, cuando corría el rumor de que “no pasa esta noche”— temíamos las llamadas en la madrugada, que es la hora escogida por las noticias que no queremos escuchar, que nos sorprenden por temidas y esperadas a la vez.

¿Por qué a mí?, dijiste, y no a ese crítico al que sólo aludes sin nombrar, pero que todos conocimos…

Y tuvo que ser tu madre quien a pesar de todo su pesar te diera la respuesta. Palabras difíciles de escuchar en voz de quien te dio la vida, pero más difíciles de pronunciar porque esa vida que te dio te la estaban arrebatando, y ella se encontraba impotente ante eso.

¿Por qué a mí?… Si tú eras siempre tan decente, tan educado, tan propio… Creo que las únicas veces que no te vi vestido de traje era en Tepoztlán, las tardes de fin de semana que pasábamos a saludarte. El agua fresca servida en los vasos de vidrio floreados —comprados en el mercado o reciclados de las veladoras— que le gustaban a tu madre. La charla en el jardín hasta la hora en que el sol empezaba a ocultarse y había que regresar a Cuernavaca o a México. Ahora a Tepoz le falta algo.

¿Por qué a mí?… A ti…, que siempre te preocupabas por lo que nos sucediera a los demás, como cuando Beatriz Novaro, Silvia Peláez y yo estábamos en residencia en Nueva York y ocurrió el ataque a las Torres Gemelas, y cruzábamos correos con Pepe Vázquez, quien te mantenía informado, y decías que éramos afortunadas por ser testigos de suceso tan importante; pero es que tú a todo le veías el lado bueno. Dices que “es un privilegio ser escritor y estar enfermo, porque con esos dos ingredientes nunca voy a sentir la tortura de la página en blanco”, pero te fuiste sin contarme el secreto de cómo vencer la depresión y volver a escribir.

¿Por qué a mí?… ¿Por qué a mí?… y entonces, conforme voy leyendo, se desatan y se  agolpan los recuerdos…

Las discusiones sobre la comedia musical, y las razones por las cuales no te gustaba Cats

La impactante puesta en escena de La Malinche, allá en el Salón México de la colonia Guerrero… Y El deseo, con Ofelia Medina y Alberto Estrella…

Las comidas cuando nos reuníamos los profesores por Navidad y el Día del Maestro… Si hoy vieras Sogem y la Escuela de escritores…, te dolería, como a nosotros, ver lo que ha quedado de ellas…

La generosidad de tus palabras cuando presentaste mi libro en el teatro Rodolfo Usigli…

¿Por qué a mí?… Si nosotros te queríamos eterno y creíamos que nos ibas a durar para siempre, o fue para cumplir con tu propio decir: “Se nos mueren los inmortales”.

¿Por qué a ti?, nos preguntamos muchos, todavía, pero nos quedamos sin respuesta.