Miguel Ángel Muñoz

Los aniversarios y las exposiciones antológicas sirven para refrescar la memoria contemporánea y volver sobre artistas, grupos o tendencias estéticas erosionados por los gustos dispares y por el simple paso del tiempo. Un pretexto excelente para muestras retrospectivas que formulan desde nuevas latitudes críticas de una obra determinada y colaboran en la definición llamemos crónica del artista. Este año es el turno de Vladimir Cora (Acaponeta, Nayarit, 1951), es curioso que, cuando menos en México, el aniversario se está convirtiendo en un acontecimiento de orden nacional en el mundo del arte, y desde luego, un ajuste de cuentas con las contradicciones sociales, estéticas e incluso narrativas que han acompañado el nacimiento del arte contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX en nuestro país. Más aún cuando parece que la trayectoria del artista ha expresado todo lo esencial. ¿Acaso es posible añadir algo a lo ya dicho sobre Cora? Por mi parte, me temo que no. Y, sin embargo, ésta es una pequeña pero rara e intensa exposición, que organiza la Universidad de Puebla; en ella Cora se expresa de una manera que personalmente no había observado —o no había sabido observar— hasta ahora. Un mundo de arte.
Una vida sin reposo y entre sombras. Buena paráfrasis de Benjamin que sirve ajustadamente para describir el itinerario creativo de Cora. Pero en Cora toda obra última puesto que reordena audaces fantasmagorías con renovada fuerza poética. Hace un par de años pudimos ver en el Festival Internacional Cervantino una excelente selección de su obra, pero lo curioso es constatar la tenue presencia que el tiempo va depositando en su trabajo, siempre nuevo y siempre el mismo. Son señas de identidad formal ancladas en un inmóvil escenario de crueldad que se recomponen en cuadros, dibujos y esculturas, cada cual más complejo y arriesgado, que difícilmente pueden dejar indiferente a nadie, como pueden ser sus series de Bodegones, Mujeres del trópico e Interiores…
Una de las series más significativas de la muestra es Señoritas de Tecuala, que el artista inicia en 1981, y que sigue trabajando sobre ese mismo tema en la actualidad. El tratamiento de los materiales, las referencias a las partes “innobles” del cuerpo, los garabatos, las tachaduras, los arañazos, lo amorfo, las rascaduras, los gestos y trazos expresionistas, etcétera…, que son indisociables del universo de Cora, provocan un sentimiento de libertad infinito. Pero Cora hace hablar a la materia trágicamente, los garabatos y las incisiones en esta piel o muro son expresiones de “poesía pura”, las evocaciones son manifestaciones de alegría, de libertad de expresión a través de la pintura. En una reflexión transparente, sobre los sinsentidos de la actividad pictórica, con el pretexto de los espacios de color de Picasso, Cora ha mostrado sus cartas y argumentando las razones frente al tópico historiográfico de los espacios figurativos y vacíos de su pintura: “Espacios vacíos”, se pregunta. “Más bien al contrario, superficies llenas de espacios, líneas, trazos vibrantes en aparente, y sólo aparente quietud”. Para Cora los potentes espacios de Picasso en Las señoritas de Avignon, son espacios que instan al recogimiento, al silencio, donde el espectador puede entrar en comunicación directa con la obra aislada o sola. El espectador y, por supuesto, el artista comparten por una vez el espacio “respirable” que la obra genera, la liberadora expresión del silencio: “Le silence, —dice el poeta y pintor catalán Albert Râfols-Casamada—, est la nuit de la perole”.
Encaminada hacia este punto, su obra ha ido despojándose de cualquier certeza y seguridad, esencial izando los parámetros a partir de los cuales se ha construido. De alguna manera, la pintura de Cora posee un valor especular e inapresable; esto es, se hace visible y, al mismo tiempo, se repliega sobre sí misma. ¿Qué queda entonces entre estos dos instantes, entre la presencia de lo pintado y su serena desaparición? Pues siempre ha tenido una presencia importante la figura, y más en esta obra última, la figura femenina. Queda, o mejor sería decir permanece, la impronta de sus construcciones cromáticas sobre la superficie escultórica, el rastro emocional de las figuras y los gestos, las sombras de esas figuras. Queda también la ambigüedad de unas formas que son pensadas y sentidas a la vez, pues en ellas no sólo está recogida su estructura, su esencia, también se halla su aspecto más específico, su estricta inmanencia. Bien podría decir Cora: “Mi vida se ha gestado en la creación de mis propios sueños”.

Es otra vez la música
es otra vez
la música la que me llama,
otra vez ese esplendor
casi animal
el que me busca
y conmigo se hace ala
0 primera mañana sobre la arena.

En este poema titulado Sobre la arena, del escritor portugués Eugénio de Andrade, juega con el sonido de la música, del espacio y del tiempo; Cora en su pintura sorprende por sintetizar en un mismo espacio la música, la poesía y el tiempo. Su discurso estético expresa una vitalidad imaginativa; las amplias superficies de color, líneas y trazos se transforman, como es sabido, en el espacio dramático para la representación formal, para la construcción del significado artístico definidor y definitivo de la obra. Arte figurativo, se afirma, o quizá demasiado transparente: rostros, bodegones, mujeres, el color diario se transforman en unas imaginaciones entre figurativas y surreales que hacen rabiosamente actual la pintura. Un hechicero sin tiempo que sobreactúa perversamente. Sin sentimentalismos. Sus personajes, en efecto, van reencarnando formas nuevas en cada muestra, que se convierten así en una especie de acontecimiento absoluto e inquietante. De los primeros Bodegones a Mujeres del trópico, secuencia de figuras, objetos y líneas llenas de color, consolidaron un lenguaje original que define el proceso de construcción de estructuras, escenarios dramáticos y poéticos más bien, en los que un conjunto de fetiches personajes emblematizan variaciones psicológicas sobre sí mismo. Se ha sugerido que la sintaxis artística de Cora hay que buscarlo en los orígenes de Rufino Tamayo, en la investigación conscientes de los tótems prehispánicos que acompaña el distanciamiento de la modernidad con el pasado. Pero hay algo más que personalmente he descubierto al revisar su trayectoria. “La pintura es, en primer lugar, una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente —dice John Berger— apareciendo y desapareciendo”. No se trata simplemente de un discurso exhibicionista y de autocomplacencia sobre el espacio y la composición de los cuadros, lo que busca o ha buscado Cora a lo largo de cuatro décadas de trayectoria, es algo profundamente ambiguo y rico en matices, porque entre el muro erosionado y las imágenes existen mensajes ocultos, mensajes que aluden a lo que podemos denominar vagamente un valor humanista positivo. Palabras en clave, o mejor signos enigmáticos, que tan sólo el espectador atento será capaz de descifrar porque, escritos de forma invertida, requieren de un espejo para advertirse. Lo que interesa destacar es esta oscilación entre el amor y lo trágico, la piedad y la muerte, los paisajes y los sueños; esto es, la diversidad de capas de sentido superpuestas de la obra de Cora, su dimensión poliédrica y profundamente humana. Quizá sea cierto. El pensamiento del artista se destila en su mirada. La mirada de Vladimir Cora aparte de ser muy figurativa, es totalmente poética.

Texto del libro-catálogo Vladimir Cora.
Figuras y cabezas, editado por la Universidad Autónoma de Puebla, México, 2013.