La justicia alcanzó al dictador

Mireille Roccatti

Hay fechas que resultan imposibles de olvidar. Esta semana conmemoramos el 11 de septiembre de 1973, día en que el presidente de Chile, Salvador Allende, fue asesinado tras un golpe de Estado por una pandilla sanguinaria de militares traidores encabezada por el general Augusto Pinochet. Ese día, hace 40 años, la ciudad de México se paralizó expectante y los universitarios caímos en un estado de emoción nerviosa, al conocerse los primeros reportes del golpe de Estado que interrumpió el gobierno socialista de Chile.

El nerviosismo y la expectación inicial se trastocaron en impotencia, ira y coraje al irse conociendo los atropellos golpistas y el bombardeo del Palacio de la Moneda. Con el mensaje final que se difundió del presidente Allende renació un poco la esperanza de poder recorrer con él “las amplias alamedas de la historia”. Pero finalmente nos invadió una gran tristeza al darse a conocer la muerte del presidente Allende. Ese día Ciudad Universitaria era un territorio de tristeza y desolación.

Traigo a mi memoria estos recuerdos porque ese día, para muchos, murió la esperanza del socialismo democrático por la vía electoral en América Latina. Hoy nuestra generación testimonia el logro de la justicia: la justicia de los hombres. Justicia que finalmente alcanzó al dictador Pinochet. En esta ocasión, no tuvimos que dejarlo en las manos de la justicia divina, recurso frecuentemente utilizado para apaciguar nuestras conciencias.

La importancia histórica de los procesos a que fue sometido en su patria el dictador Augusto Pinochet, quien escapó, escudado en una falsa demencia senil, de la detención provisional en Inglaterra, de la posibilidad de ser juzgado en España, Francia, Suiza o Bélgica, países que reclamaron su extradición.

Al dictador de nada le valió alegar la prescripción, buscar una amnistía o tratar de esconderse de una falsa excluyente de responsabilidad, como la demencia senil; estos supuestos no operan tratándose de los crímenes de lesa humanidad. Pinochet no estaba demente y pagó, aunque tarde, por los crímenes cometidos no solamente en contra del hermano pueblo chileno, sino en contra de la humanidad.

Nuestra generación, que vivió el asalto al poder en septiembre del 73 y la destrucción de la ilusión de la vía socialista en Chile de los setenta, testimonia hoy el inexorable tiempo de la justicia. Pudimos presenciar cómo la justicia alcanzó a este singular ejemplar del militarismo dictatorial latinoamericano que reprimió y ensangrentó a su nación, saqueó el erario y realizó toda clase de negocios turbios al amparo del ejercicio del poder.

Hoy estamos viviendo cómo en varios países de nuestra América, por la vía electoral, están regresando al gobierno las corrientes progresistas, democráticas y también las socialistas que hace tan sólo tres o cuatro décadas fueron sangrientamente reprimidas para establecer dictaduras militares que cobraron miles de vidas de nuestros hermanos latinoamericanos, y esto hace renacer la esperanza de una vida en libertad, democrática y justa.

Hablar del respeto a los derechos humanos es situarse en el largo sendero de la historia del hombre, que desde tiempo inmemorial ha tenido que luchar contra los abusos de quien o de quienes detentan el poder. Los procesos democráticos en el mundo se han ido construyendo a costa del derramamiento de mucha sangre y de grandes sacrificios, duramente, sin tregua a lo largo de las últimas décadas del siglo XX, muchos acontecimientos sobresalientes e infinidad de esfuerzos anónimos y constantes han incidido en el proceso de cambio de la vida política de los países.

Igualmente, estamos testimoniando el triunfo de los ideales y valores del hombre que no pueden ser aplastados por la tiranía de las dictaduras o por el indebido ejercicio del poder de gobiernos despóticos. La victoria de la justicia internacional de los derechos humanos es de todos los hombres libres del mundo. Es un triunfo de la Humanidad.

La complejidad del mundo actual y la incertidumbre que experimentamos nos llevan a buscar espacios de reflexión, sin los cuales resultaría prácticamente imposible establecer las estrategias que permitan insistir sobre la importancia y relevancia de los derechos humanos frente a un discurso que, en ocasiones, intenta desprestigiarlos, ya sea para el predominio de intereses ajenos al interés de la comunidad o para impedir que una cosmovisión crítica de la humanidad encuentre arraigo en la conciencia universal.