Miguel Ángel muñoz
A la memoria de Gutierre Tibón, Vicente Gandía y Ricardo Garibay,
cómplices eternos de mi vida
En la memoria confluyen diversos tiempos: el recuerdo próximo de las sensaciones, el tiempo lejano del recuerdo, de las vivencias pasadas, y el tiempo fuera del tiempo de las ideas, de la imaginación. Hay también, a veces, el tiempo mismo de la escritura. La literatura es una red de imágenes. Y sí, hay recuerdos que cobran importancia suprema cuando de entender se trata. El aroma de un guiso, el aceite de la bicicleta. El caminar constante por los barrios y su olor a tierra. El sabor del agua corriendo por un riachuelo. El primer beso robado en la primaria. El descubrir amigos olvidados, y con el paso de los años volver a ver. Saber de aquel amor perdido por el cambio de escuelas (no había email, ni Facebook, ni Twitter). El descubrir el paisaje que se abría para saber que existían: Tepoztlán y su pirámide tlauica; Xochicalco y su pasado prehispánico; Tetlama; Tequesquitengo y su lago; Oaxtepec y su balneario; Tepalcingo y su templo… Éstos fueron para mí, sin duda, unos viajes largos cuando niño.
Cuernavaca era hermosa y fue un pueblo tranquilo, que vivía dulcemente su grandeza y su esplendor. Su grandeza provenía del pasado, tanto prehispánico como revolucionario. Hernán Cortés conquista la capital del señorío suriano, Cuauhnahuaca, “junto a la arboleda”, que en boca de los extremeños se vuelve Cuernavaca, el 13 de abril de 1521. Y aquí Cortés construye su famoso palacio. Su esplendor, de la naturaleza pródiga que había dado al Valle todos sus dones. Los poblados de los alrededores hinchaban sus arcas con el producto de la tierra: azúcar y cítricos, sobre todo, ponían aquellas tierras por encima de tantas otras. Me contaba Gutierre Tibón que fue en Tlaltenango donde se plantaron las primeras cañas de azúcar importadas de la isla Hispaniola, y se establece en Atlacomulco el primer ingenio de México, ya todo parte del pasado. También Morelos dio al mundo —dice Tibón— una flor preciosa: “la daila”. Muchas de las tierras de cultivo, se dice, fueron propiedades mal habidas, había pugnas y conflictos, allá en los sembradíos, que ni el mismo Emiliano Zapata pudo calmar el conflicto. Nunca en la quietud de Cuernavaca, donde la gente venía no sólo del DF, sino de muchos lugares del mundo, llegaban con algún dinero y se daban el lujo de pasar un fin de semana, en familia, o en algún escape con la novia o con los amigos de la universidad. Los habitantes, los veíamos pasar, era un ir y venir de gente, de coches. Sin olvidar que aquí también se gestó la Teoría de la Liberación, con su principal ideólogo Méndez Arceo, con cierta tendencia radical en la renovación de la Iglesia.
De niños íbamos al zócalo; nos tomábamos fotos en un caballito de madera, nos boleamos los zapatos y comíamos elotes a la sombra de los arcos del palacio. Disfrutamos los helados Virginia del bulevar Juárez y los sábados y domingos por la tarde y noche nos cruzábamos la calle para ir a las luchas en la arena Isabel, para ver al Pierrot —ídolo de Cuernavaca—, a los Brazos de oro y plata, y tantos otros… Cómo no recordar los hoteles del centro: Los Canarios, El Casino de la Selva, El Papagayo, que los tres se volvieron “balneario”, donde podíamos ir a nadar todos los sábados y domingos.
Este paraíso de los pocos a costa de muchos se convirtió, a los pocos años, en el infierno de los muchos a costa de los pocos. Aquí en Morelos vivieron no sólo Hernán Cortés, Maximiliano y Carlota, Emiliano Zapata, sino también muchos hombres ilustres de la cultura y la ciencia: Erich Fromm, Gutierre Tibón y Cristina Cassy, Andrés González Pagés, Carmen Cook, Iván Illich, Sergio Méndez Arceo, Juan Dubernard, Ricardo Guerra, Ricardo Garibay, Javier Sicilia, Héctor Gally, Luis Zapata, José Agustín, Vlady e Isabel, Rius, Rafael Coronel, Joy Laville, Vicente Gandía y Andrea Velazco, Leonel Maciel, Rafael Gaona, Santiago Genovés, Francisco Hinojosa, Enrique Cattaneo, José Luis Cuevas, Roger von Gunten, Raúl Carrancá y Trujillo,… Con muchos de ellos, tuve la suerte de conocerlos y ser amigo cercano.
Cuernacava se transformó en residencia de muchos expatriados. Cambió su carácter temporal y limitado, por uno de infinitos núcleos residenciales. Para ricos primero; para clasemedieros después. Y por qué no, también había que atraer industria mediana y pesada. Y el rincón de la arboleda no dio para más.
Un suburbio del Distrito Federal, lleno de conflictos, carencias, topes, baches, tráfico, gringos y chilangos. Un centro zapatista al servicio de terratenientes. Un hito de Historia trastocado en muy pocos años. La revolución industrial nos pasó por encima. ¿Qué poco queda ese pasado? Habría que pensarlo bien…
Me gusta ir a Cuernavaca, nací ahí, crecí ahí y aún tengo infinidad de historias que me ligan a mi pasado, a mi presente y, desde luego, a mi futuro. En cada regreso descubro partes de mi inocencia tiradas por ahí: en la casa de mis padres, en los callejones, en el centro, en los colegios donde estudié, en las primeras discotecas que fui: Taizz, la primera; el Barba Azul y al siempre memorioso Harris, donde se centraron muchas historias de mi generación… Aunque no sé cómo solucionar el rompecabezas de la comunidad, de la memoria, pues sé que algo anda mal desde hace años, pues no se supo qué hacer y se sigue sin hacer nada para mejorar.
El ciudadano sólo puede vivir con la idea de que tenemos algo en común en dónde siempre podemos encontrarnos: el zócalo, algún restaurante, en el Jardín Borda, en alguna cafetería, etcétera. Pero hoy, en Morelos, se vive un clima de desconfianza, porque el crimen acecha en todas partes y es imposible explicarle a un criminal que no debe humillar a nadie. El crimen es sordo, ciego y necesita un verdadero Estado de Derecho para detenerlo, para terminar con ese cáncer que lleva años.
Si el actual Gobierno de Morelos quiere volver a ganar la confianza (por la cual se le dio un voto de confianza) de los ciudadanos tiene que patentizar que la ha construido, dialogando con la disidencia (no reprimiendo) y persiguiendo a los criminales. Pero no con discursos, sino con actos y mediante sus mejores leyes y hombres que estén dispuestos a ejercer la ley, no para beneficio propio, sino de la sociedad civil. Quizás es una utopía; sí. Pero el Gobierno debe empeñarse en ello para salvar no sólo la dignidad, sino la de todos los ciudadanos que componemos este estado. Es decir, debe trabajar para hacer desaparecer la injusticia y el crimen que están envenenando todo. De lo contrario su condición de Gobierno será inútil y lejos de contribuir al orden a la justicia y a la democracia, habrá contribuido, para nuestra desgracia, a un estado de ingobernabilidad, de anarquía y de envilecimiento, que poco falta para estar ahí. ¿Estamos al límite? Me han preguntado infinidad de morelenses, no lo sé; pero me duele decirlo: hoy Morelos está en la incertidumbre.
Cuernavaca parece la misma, salvo por la infinidad de construcciones nuevas que chocan a la vista. El intenso y rico aroma de las buganvilias (cuyo color es un milagro de la naturaleza) es el mismo. Parece que no han pasado los años, y claro que han pasado. Mi patria está ahí, pero me duele ver cómo poco a poco y con el pasar del tiempo y de la memoria, se va perdiendo todo lo que descubrí en la infancia.
miguelamunozpalos@prodigy.net.mx