NUESTRO TIEMPO

 

La quintaesencia de la soberbia

José Elías Romero Apis

 

Es muy lamentable que un foro como el G-20, que había logrado cimentar un buen prestigio de seriedad, se viera politizado por el tema sirio en la pasada reunión de San Petersburgo. El anfitrión de la reunión, Vladimir Putin, en su cargo de presidente de la mesa, quiso incorporar ese tema que ni estaba en la agenda, ni es el motivo de la reunión, ni le interesa a la mayoría de los participantes.

Desde luego que, con ello, logró un rédito político personal a partir de subir al escenario global un asunto que sólo interesa a Siria, a Israel, a Rusia y a Estados Unidos, los dos primeros no miembros del grupo. Más tarde, con otros envíos, demostraría su habilidad así como la lentitud del secretario norteamericano de Estado

Pero lo importante es que, una vez más, los países ricos consideran que los demás somos un pegoste dentro de sus clubes. No queda claro cuál es la razón de fondo de dichas invitaciones. Hay quienes dicen que es para conocernos. Otros dicen que es para subastarnos. Por último, hay quienes afirman que es para regañarnos. Quizá todos tengan una parte de razón y quizá nos invitan para las tres cosas.

Pudieran tener razón en lo primero porque, desde luego, no nos conocen. Acaso conocen nuestras playas, nuestros hoteles y nuestras pirámides. Pero no saben de nuestra idiosincrasia, ni de nuestra problemática, ni de nuestra prospectiva. No saben quién manda en México, ni cuáles son las ideas de fondo de los treinta políticos más importantes, ni el nombre calculable del próximo presidente de la república. No saben qué teclas oprimir para que les vendamos las compañías energéticas ni para que nos aliemos con ellos en una apuesta política.

Podrían tener razón en lo segundo porque, desde luego, quisieran comprarnos con la menor postura. Por eso manipulan los términos de nuestro comercio con ellos. Por eso un barril de nuestro petróleo vale igual que la misma cantidad de su refresco de cola, el barril de su agua embotellada vale 200 dólares y el barril de su esmalte de uñas de mediana calidad vale 50 mil dólares.

Pudieran, también, tener razón en lo tercero porque para los ricos los pueblos pobres lo somos porque somos flojos, porque somos estúpidos y porque somos rateros. Que, además, dadas esas causas no sólo se explica que seamos pobres sino que, por añadidura, eso es lo que nos merecemos ser. En sentido contrario, se explica que ellos sean ricos porque son trabajadores, porque son inteligentes y porque son honestos. Por esas mismas razones, resulta que se merecen su riqueza, su opulencia y su bienestar.

De allí se desprende una nueva falacia. Sus éxitos provienen de sus virtudes. Luego entonces, los ricos son buenos y los pobres somos malos. Ésa es la quintaesencia de la soberbia, de donde se desprende que los buenos son y deben ser superiores a los malos y, por lo tanto, deben tener poder sobre ellos. Es ésta una visión inaceptable de la especie, que divide a los hombres en dos grandes grupos. Por una parte sajones, arios y caucásicos, alhajero de riquezas morales, y por la otra latinos, árabes, asiáticos y africanos, depósitos ambulantes de inmundicia y de porquería.

Me resisto a aceptar esa visión de la especie y esa interpretación de la historia que condena a cada pueblo a un destino karmático, fatal, ineludible, invariable e inevitable.

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