En la salvación de la Iglesia

Bernardo González Solano

De los siete papas que he conocido en vida —desde Pío XII (de 1939 a 1958), el número 260 de la Iglesia Católica Apostólica Romana, hasta Francisco, que apenas cumple siete meses el día que aparece publicado este reportaje—, ninguno había recibido la bimilenaria institución en tan pésimas condiciones.

La Iglesia católica está muy enferma, algunos afirman incluso que moribunda; retrógrada, androcéntrica, eurocéntrica, que padece bajo el sistema de dominación romano, transformado en un papado monárquico absolutista que, quiérase o no, es el principal responsable de los tres grandes cismas del cristianismo, que ha dominado —afirma Hans Küng en su libro ¿Tiene salvación la Iglesia?— “la historia de la Iglesia católica”.

Por tanto, agrega el defenestrado teólogo suizo por el papa Juan XXIII desde 1979: “los puntos neurálgicos de la Iglesia católica no son tanto los problemas de la liturgia, la teología, la piedad popular, la vida religiosa o el arte cuanto los problemas de la constitución de la Iglesia”.

Al respecto, desde el malogrado papa Juan Pablo I —que sólo estuvo en el trono de Pedro 33 días, cuya inesperada muerte dio pie a todas las teorías conspirativas posibles—, ningún otro pontífice, hasta el novísimo, el “que llegó del fin del mundo”, el argentino hijo de italianos, Francisco, ha tenido tantos propósitos de reforma de la curia vaticana —“la lepra del papado”, la llamó ya Jorge Mario Bergoglio—, pero no dispuso de tiempo para llevarlos a cabo; ojalá que el primer papa de la Compañía de Jesús, tenga más suerte.

Párraco del mundo

Hay, dentro de la Iglesia, los que no están de acuerdo, como los directivos del Opus Dei, adversarios tradicionales de los jesuitas. Los pasos aperturistas del papa Francisco, especialmente su sencillez y austeridad, además del tono revolucionario de casi todos sus discursos —y de las tres entrevistas a los medios que han roto todos los parámetros anteriores: a los periodistas que le acompañaron en su primera gira internacional a Brasil, a bordo del avión papal; a la antiquísima revistas de los jesuitas, La Civiltà Cattolica y a sus 16 filiales; y, en fin, la exclusiva que concedió al fundador del periódico italiano La Repubblica, Eugenio Scalfari, ateo reconocido pero no anticlerical—, empiezan a chirriar en sectores ultras de la Iglesia. La jerarquía, no acostumbrada a que el papa hable fuerte, más se asusta de que les hable claro y cristianamente.

Hay analistas que a Bergoglio lo llaman “Francisco, párroco del mundo”. Ni duda que el che Papa se manifiesta como párroco de la aldea global, pero sin florituras filosóficas o letras de tango milongero escrita en lunfardo que sólo los de casa entienden. El cura Bergoglio, investido como el papa de todos los católicos del mundo, se preocupa de los que ocupan las chabolas de las zonas marginadas, de los “condenados de la Tierra”, que llamara Franz Fanon, de los más pobres y olvidados; critica a los curas y a los obispos que sólo tratan a la “gente con posibilidades” y denuncia, con recto índice, “la globalización de la indiferencia” frente al sufrimiento y el hambre. Fustiga a los hedonistas y a los obsesionados por el dinero, clero y fieles. Y sin tolerar contrasentidos, intenta corregir los desafueros económicos de la Curia vaticana y del Instituto para las Obras Religiosas (Banco Vaticano), centro de todas las sospechas de manejo indebido de divisas, de ahí que apenas el 1 de octubre, por primera vez en su historia, el Banco de Dios —o del diablo— hizo público un balance anual, el de 2012, con un beneficio neto de 86.6 millones de euros, de los que 54.7 caerán en las arcas de la Iglesia. La enfermedad requiere “una medicina amarga” —dice Hana Küng en su libro—, pero eso es lo que necesita la Iglesia si de verdad se quiere sanar. En tales condiciones, ¿existe esperanza para la Iglesia?

Lo curioso del caso es que cada vez que el papa Francisco habla, su dicho se convierte en noticia. Y, raro, lo es por la llaneza, el desparpajo, la sencillez y el gran sentido común que abunda en sus palabras. Llama la atención porque en los últimos tiempos ningún papa se dirigía así a sus fieles (o infieles), ni tampoco lo hace —con sus raras excepciones— otro miembro de la abundante jerarquía católica, incluyendo a los mexicanos. En esto, los curas (en su mayoría) se parecen a los políticos: abundan en las mentiras y los subterfugios; y los nuevos mesías políticos, como los de México, se comportan como flautistas de Hamelin, que exigen su paga por ahogar a las ratas que asuelan el país, al no pagarles… chantajean.

Características del discurso papal

El discurso del papa, desde que terminó el cónclave que lo eligió pontífice de la Iglesia católica, tiene dos características. Una cariñosa, de seda, que tiende la mano a todos aquéllos —ateos, divorciados, mujeres que abortaron, homosexuales (a los que les dedicó quizás su frase más afortunada hasta el momento: “¿quién soy yo para juzgar a un gay?”— que oficialmente dejaron de estar en gracia de Dios, les dice que la Iglesia tal vez ha sido demasiado severa —“el confesionario no es una sala de tortura”—; en varias ocasiones ha repetido: “primero la misericordia, no juzgar”. Al respecto, en sus primeros días de papado manifestó que la lectura del gran teólogo alemán, cardenal Walter Kasper (1933), La misericordia (editorial Queriniana), “me ha hecho mucho bien”, profundamente consciente de la vulnerabilidad de la condición humana, de la indigencia del hombre.

El propio Kasper dijo: “La espiritualidad de los jesuitas es fundamental en el papa Francisco. Y su opción por los pobres no es algo sociológico, es el Evangelio”. La otra parte del discurso de Jorge Mario Bergoglio es muy dura, palabras directas al centro de la jerarquía: “No podemos reducir el seno de la Iglesia universal a un nido protector de nuestra mediocridad”. Estas dos frases las usó Francisco en la entrevista con la revista jesuita y no han hecho más que agrandar esa sensación en los pasillos vaticanos.

De acuerdo con lo dicho y hecho, en estos siete meses, sin anticipar hasta dónde pueden llegar los cambios encauzados por el papa Francisco —nadie tiene la bola de cristal que permita predecir el futuro—, para muchos creyentes es claro que el pontífice que llegó del fin del mundo está decidido a abrir las puertas y ventanas eclesiales y ejercer un nuevo tipo de liderazgo religioso. Que el papa se haya sometido voluntariamente —en las tres entrevistas citadas— a una exposición pública de esa naturaleza, contestando todas las preguntas, incluso las de carácter personal, supone un gran cambio. A Bergoglio no le importa situarse a ras de tierra, como cualquier mortal, y mostrarse en su condición más humana y humilde, con sus virtudes y sus defectos. “Soy un pecador”, ha dicho no sólo de dientes para afuera, sino porqué.

En las páginas del periódico romano La Repubblica, del martes 1 de octubre, Francisco expuso el proyecto de reforma que tiene en mente. Junto con las otras dos entrevistas ya mencionadas, se revelan las líneas clave de este pontificado.

Cuando Eugenio Scalfari se refiere al narcismo de muchos altos cargos de la Iglesia, Bergoglio no se hace a un lado y contesta: “¿Sabe que pienso sobre esto? Los jefes de la Iglesia a menudo han sido naricisistas, adulados por sus cortesanos. La corte es la lepra del papado”. Ante el asombro del periodista, el papa aclara: “No, en la Curia hay algunos cortesanos, pero la curia en su conjunto es otra cosa. Es aquello que en los ejércitos se llama la intendencia, gestiona los servicios que necesita la Santa Sede. Pero tiene un defecto: es vaticanocéntrica. Cuida los intereses del Vaticano, que son todavía, en gran parte, intereses temporales. Esta visión vaticanocéntrica se olvida del mundo que nos rodea. No comparto esta visión y haré todo lo posible por cambiarla. La Iglesia es, o debe volver a ser, una comunidad del pueblo de Dios, y los curas, los párrocos, los obispos están al servicio del pueblo de Dios”. Más claro, ni el agua.

Al referirse al consejo de ocho cardenales que empezaron a trabajar precisamente el día que publicó La Repubblica dicha entrevista, Francisco aclaró que no se trata de cortesanos sino de personajes sabios y animados por sus mismos objetivos: “Éste es el inicio de una Iglesia con una organización no tan vertical sino también horizontal… Con prudencia, pero con firmeza y tenacidad”. Eugenio Scalfari termina el encuentro con Jorge Mario Bergoglio con una reflexión: “Éste es el papa Francisco. Si la Iglesia se convierte en lo que él quiere e imagina, cambiará una época”.

Al despedirse entrevistado y entrevistador, resuenan las palabras de Francisco: “Cada cual tiene su idea del bien y del mal y debe elegir seguir el bien y combatir el mal como cada uno lo conciba. Sería suficiente esto para mejorar el mundo”.

En el horizonte, el 27 de abril de 2014, se anticipa la canonización conjunta, en la Plaza de San Pedro, de los pontífices más populares y queridos en la historia moderna de la Iglesia, Juan XXIII y Juan Pablo II. Caso único del catolicismo. Y, con una sonrisa de asentimiento, en su estudio de Tubinga (Alemania), el anciano pensador despojado de su licencia eclesiástica para enseñar teología desde 1979, Hans Küng, espera que el nuevo papa se la reintegre y, mejor, que Francisco pueda hacer lo necesario para “salvar a la Iglesia”.