Carmen Galindo
Cuando éramos jóvenes, Carlos Monsiváis me insistía en que leyera ciencia ficción y novelas policíacas. Nunca acabé por encontrarle el gusto. Recuerdo que leí Red Harvest y eso porque Dashiell Hammett era la pareja, tan legendario uno como el otro, de Lillian Hellman. Leí El halcón maltés, que se supone es su mejor carta, y ahí murió mi interés por Hammett. Me compré las novelas de Conan Doyle y sólo soporté una o dos muy breves, pero me gustaron todavía menos. Mi madre me dio Diez negritos y, como la acompaña la fama de ser una obra maestra, decidí que la novela policíaca no era para mí. Y hace apenas un mes, para la clase de unas señoras amigas mías, les propuse como lectura El largo adiós de Raymond Chandler. Y ahí estoy convertida en una máquina de decir elogios tan entusiastas y belicosos como “ésta es la gran literatura norteamericana”, “cuando la literatura era feroz, cuando se abordaban los problemas que valen la pena”. Me quejé de los nuevos escritores como Paul Auster que escribe sobre la reciente crisis en EU en Sunset Park y no plantea nada profundo, ni que se acerque al meollo del asunto. Total, ni siquiera es real. Una de las alumnas ante mis exaltados juicios en elogio de Chandler me comentó que no toda la literatura tenía que ser una crítica de la sociedad y yo dije tajante, “toda la que vale la pena” o mejor dicho, “toda la que es literatura”. En efecto, mi alumna tenía razón no todo es crítica social, pero sí toda literatura tiene que decir algo profundo sobre el ser humano. Cuento todo esto para comunicar mi admiración sobre El largo adiós.
En esta novela, aparece el detective por excelencia: Philip Marlowe. Sí, el que solía interpretar Humphrey Bogart. Y cedo la palabra al novelista en esta descripción memorable y heterodoxa por tratarse del héroe:
Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo.
La trama policíaca tiene todo lo que tiene que tener, indicios para que el lector se deje ganar por la ficción y a cada paso, como lo exige el género, nada es lo que parece y hay que reorganizar las pistas o rearmar el rompecabezas. Todo muy preciso, desandar el camino y estructurar la lectura con las nuevas pistas sin que nunca queden cabos sueltos y las piezas caigan, todas, en su lugar.
Pero lo que está en el fondo es lo inquietante. Desde hace un buen rato, los novelistas han tratado de capturar en sus libros la aglomeración de las ciudades, su uniformidad o su insensibilidad. Desveló el tema a Dickens, a John Dos Passos, a Carlos Fuentes y ha acabado por singularizar a Woody Allen que ha llegado a la conclusión de que las ciudades son el único objeto estético que importa capturar: de Manhattan a París. Y en Raymond Chandler la descripción de Los Ángeles no es el telón de fondo, sino un leit motiv que lleva a Marlowe a la conclusión: “Me quedo con la cludad, grande, sórdida, sucia y deshonesta”.
Antes, y su andanada recuerda a Henry Miller, ha criticado el consumismo o si usted quiere con todas sus letras el american way of life:
Porque de lo contrario me habría quedado en el pueblo donde nací, habría trabajado en la ferretería, me habría casado con la hija del dueño, habría tenido cinco hijos, les habría leído las historietas del suplemento dominical del periódico, … y me habría peleado con mi mujer sobre el dinero que se les debía dar para sus gastos y sobre qué programas podían oír y ver en la radio y en la televisión. Quizás, incluso, habría llegado a rico, rico de pueblo, con una casa de ocho habitaciones, dos coches en el garaje, pollo todos los domingos, el Reader´s Digest en la mesa del cuarto de estar, la mujer con una permanente de hierro colado y yo con un cerebro como un saco de cemento de Portland. .
La economía del lenguaje es notable, no en balde cuando habla de escribir le dice a Wade, un escritor comercializado que es un personaje de la novela: “Eres un desastre, Wade. Tres adjetivos, escritor de mala muerte. ¿Es que no puedes hacer siquiera un monólogo interior, pobre desgraciado, sin meter tres adjetivos, por el amor de Dios?”
Hace añisimos, como aconseja aquí Marlowe a Wade, se trataba de eliminar los adjetivos para alcanzar lo que se calificaba como una prosa sustantiva, sin adornos, esencial. La que emplea, claro, Chandler, por más que se me queda la secreta certidumbre que, como todos los artistas, Chandler se está reflejando en el espejo, que quizás se colocaba entre los escritores comerciallzados y de mala muerte. (Hay que recordar que vendía sus relatos a las revistas populares, por no decir masivas). Esta actitud se puede expresar de manera benévola con el dicho de que el que es buen juez por su casa empieza, pero me temo que a Raymond Chandler le queda mejor el otro dicho de que cuando el perro es bravo hasta los de casa muerde.
De hecho, no deja títere con cabeza, revela el peligro de los casinos que se enriquecen de lo sueños de los más pobres, considera que los partidos políticos requieren dinero y luego rechazan leyes que merman las ganancias de los que los patrocinaron, a los periódicos los acusa de vender escándalos y sobre todo de violar la intimidad, a abogados y jueces de estar coludidos con la delincuencia. Cuando pone en la mira a la delincuencia organizada esto es lo que escribe:
Claro, mándame callar. No soy más que un ciudadano particular. Desengáñate, Bernie. Tenemos mafias y sindicatos del crimen y asesinos a sueldo porque tenemos políticos corruptos y a sus secuaces en el ayuntamiento y en la asamblea legislativa. El delito no es una enfermedad, es un síntoma. Los policías son como un médico que te da una aspirina para un tumor en el cerebro, excepto que el policía preferiría curarlo con una cachiporra. Somos un pueblo grande, primitivo, rico y desenfrenado y la delincuencia organizada es el precio que pagamos por la organización. Vamos a tenerla mucho tiempo. La delincuencia organizada no es más que el lado sucio del poder adquisitivo del dólar.
Habla largo y tendido de la corrupción policíaca, de la que incluso es víctima en varios pasajes de la novela, aunque como citamos antes con uno que otro se lleva bien, pero cuando se tira a fondo descubre, como Bertold Brecht en la Ópera de tres centavos, que la distancia entre la delincuencia y los negocios es mínima. Escuchen ustedes:
Al pobre imbécil lo han excluido por causa de una hipoteca … le dieron mil dólares por firmar la renuncia, con la excusa de que así se ahorraba tiempo y gastos, y ahora alguien se va a embolsar un millón de dólares al año, sólo por dividir la propiedad y convertirla en zona residencial. Esa es la diferencia entre delito y negocio. Para los negocios necesitas capital. A veces me parece que es la única diferencia.
–Una observación adecuadamente cínica –dije-, pero la delincuencia de alto nivel también necesita capital.
–¿Y de dónde sale, compadre? No de la gente que asalta tiendas de ultramarinos.
Y en unas líneas, radical de hueso colorado, se tira a la yugular, se rebela no contra éste o aquel corrupto, tan remediable como sustituible, sino contra el sistema:
No hay ninguna manera transparente de ganar cien millones de dólares … Quizá la persona que manda cree que tiene las manos limpias pero en algún sitio de tejas abajo hay gente a la que se pone contra la pared, hay pequeños negocios que funcionan bien pero les cortan la hierba bajo los pies y tienen que dejarlo y vender por cuatro centavos, hay personas decentes que se quedan sin empleo, hay valores en la Bolsa que se amañan, hay apoderados que se compran como si fueran un gramo de oro viejo, y hay personas mas influyentes y grandes bufetes de abogados que cobran honorarios de cien mil dólares por conseguir que se rechace una ley que quería el ciudadano medio pero no los ricos, en razón de que reduciría sus ingresos. El gran capital es el gran poder y el gran poder acaba usándose mal. Es el sistema.
La gran literatura pasa la prueba del tiempo. Anclada firmemente en un momento histórico, situada en un lugar preciso, literatura del aquí y el ahora, conserva su vigencia. Sus palabras, y el lector puede releer las citas anteriores, parecen escritas hoy y hablar de nosotros.