Adriana Cortés Koloffon
Para Selma Ancira (México, 1956), Rusia está hecha de madera. En esta entrevista, la traductora y fotógrafa, evoca sus años de estudiante en ese país poblado de bosques y conversa sobre una de sus pasiones: la escritora rusa Marina Tsvietáieva cuya obra en prosa ha traducido casi en su totalidad. Ancira, radicada en Barcelona, tradujo asimismo los Diarios y las Cartas de Tolstói. Recientemente, el Fondo de Cultura Económica publicó la antología Paisaje caprichoso de la literatura rusa con prólogo de Juan Villoro; la selección, traducción y notas son de Selma Ancira, también traductora de literatura griega. Entre los reconocimientos más importantes que ha recibido por sus traducciones se encuentran la Medalla Pushkin, máximo galardón con el que Rusia condecora a los artistas extranjeros; el Premio de Traducción Ángel Crespo por Viva voz de vida de Marina Tsvietáieva; el Premio Nacional de Traducción al conjunto de la obra, otorgado por el Ministerio de Cultura de España y el Premio de Traducción Tomás Segovia que recibió en la FIL de Guadalajara en el año 2012.
—¿Cuál fue tu experiencia como estudiante de filología en Rusia?
—Muy enriquecedora, aunque muy difícil también. Llegué sin hablar una sola palabra de ruso, recién terminada la prepa, con cero experiencia en cuanto a vivir sola… De pronto me encontré al otro lado del mundo, en un universo completamente distinto del mío. Estudiar tan lejos de mi casa, adentrarme en otra cultura, integrarme en una realidad tan ajena a todo lo que yo hasta entonces había conocido en la que, sin embargo, poco a poco fui encontrando puntos de contacto con el mundo en el que yo había crecido y llegar a comprender que entre las culturas hay puentes que a veces uno no sospecha, pero que existen, que ahí están, fue algo que me marcó de manera indeleble. Creo que tuvo que ver con que me haya dedicado más tarde a la traducción literaria que finalmente es eso: tender puentes entre culturas, propiciar el acercamiento a través de la literatura entre pueblos que podrían parecer muy alejados. Viví nueve años en Rusia.
—Tu padre, el actor Carlos Ancira fue también un apasionado de la cultura rusa.
—Hizo varias obras de Chéjov, de Gógol, tú te has de acordar del Diario de un loco. Tolstói, Andréiev, Dostoievski sobre todo, eran como nuestros tíos lejanos, parte de la familia… Mi pasión por la aventura me llevó a pedir una beca. Me la concedieron. Llegué pensando que aterrizaría en una idílica escena de las que abundan en las novelas del siglo XIX: la nieve, las troikas, los cascabeles de los caballos… ¡Qué va! ¡Nada más lejos de la realidad! Y sin embargo, a pesar de que las circunstancias fueron muy difíciles, acabé enamorada de ese mundo. Estamos hablando de los años setenta, la cortina de hierro, no había celulares, tenía que desplazarme, por ejemplo, hasta el centro de la ciudad para pedir con dos días de antelación tres minutos de conferencia para hablar con mis papás. Otro de los aprendizajes importantes que tuve fue que todo lo que parece indispensable de las cosas materiales es superfluo. Sí, aprendí a vivir de otra manera.
—¿Qué palabra te cuesta más trabajo traducir del ruso?
—Una podría ser toská, uno de los atributos del alma rusa. Me cuesta mucho trabajo traducir esa palabra porque encierra muchos sentimientos, un abanico enorme de estados de ánimo. ¿Mi palabra preferida en ruso, ahora? Quizá la misma palabra que tanto amaba Tolstói: schastie que significa felicidad. Tolstói buscaba la felicidad en la literatura, en la vida cotidiana, en la naturaleza, en las relaciones humanas… La palabra schastie aparece incluso como título de una de sus novelas: La felicidad conyugal. Tolstói tuvo una vida feliz pero también marcada por la exigencia del autoperfeccionamiento. Para seleccionar y traducir los Diarios y las Cartas (Ediciones Era) me interné en la vida íntima de Tolstói. Esa lectura me hizo entender el largo, muy largo camino que recorrió. Un ejemplo sencillo: de joven era un cazador apasionado, se jacta incluso de haber matado osos, faisanes, perdices… Pasa el tiempo y su desarrollo personal lo lleva a convertirse en vegetariano: un respeto total por la vida; cuando joven era fumador y con el tiempo acaba creando una liga antitabaco; era bebedor y se convierte en defensor acérrimo de la abstemia: escribe incluso obras de teatro sobre los efectos dañinos del alcohol. Recuerdo una carta de juventud en la que confesaba disfrutar con el espectáculo de la guerra y con los años ¡se convierte en el apóstol de la no violencia!, teoría que Gandhi adopta posteriormente. Este desarrollo extraordinario también se ve en sus obras literarias y filosóficas.
—¿Cómo trabajas?
—Con la lentitud del caracol. Me tardo mucho porque mis textos pasan por varias fases. Primero hago una lectura, a la que sigue un primer borrador. En esa etapa, el texto se arrastra. Entonces hago una primera revisión de estilo y el texto comienza como a gatear. A esta revisión, sigue otra: y es como si lo sintiera dar sus primeros pasitos, después, poco a poco, revisión tras revisión, se suelta a caminar. Yo no entrego la obra sino hasta que siento que le han salido alas y ya puede volar. Cuando el texto se lee con fluidez y naturalidad en español, lo dejo ir. En mi opinión, se trabaja mejor con un texto que te es afín que con los que te son ajenos. A mí me gusta elegir a mis autores, sentir que yo podría haber escrito eso porque me interesa al punto de querer decirlo, o bien, porque la manera en que está escrito me entusiasma.
—¿Por qué elegiste a Marina Tsvietáieva para traducirla?
—Porque me enamoré; la considero extraordinaria, fuera de serie: su manera de escribir, de recordar, de crear, me resulta fascinante. Además, porque es todo un reto. Cada autor, cada traducción es un reto, un verdadero desafío, pero todos lo son de una manera distinta. Por ejemplo: Tolstói necesita que el lector entienda con claridad el mensaje que él le quiere dar y Tsvietáieva necesita jugar con el lenguaje, romperlo, reinventarlo. Tolstói no está tan pendiente de la forma. Para Tsvietáieva la música del idioma es prioritaria. Encontrar la música de Tsvietáieva en mi lengua para decir lo que ella quiere, es más que un reto. ¡A veces me enojo con ella, me desespero, pero cuando lo consigo, el júbilo es total!
—¿Has traducido poesía?
—Todos los poemas que he traducido en mi vida: de Pasternak, de Tsvietáieva, de Seferis, los he traducido a cuatro manos con mi amigo y gran poeta mexicano, Francisco Segovia, hijo de Tomás.
—Hace poco se presentó en México tu traducción de Las flagelantes, de Tsvietáieva. ¿Cuál es su valor?
—Las flagelantes (Ediciones sin nombre) consta de tres cuentos: “El cuento de mi madre”, “La torre envuelta en hiedra” y “Las flagelantes”. Son tres momentos de la infancia de Tsvietáieva. “El cuento de mi madre” revive un instante muy íntimo en el que la madre les cuenta a sus hijas un cuento sobre una mamá que tenía dos hijas… Todo el relato se basa en ese diálogo sin artificio que se suscita entre las tres. En el segundo, aborda un episodio de su vida en un internado alemán, en Friburgo, durante la Pascua de 1905. Los niños se han ido a celebrarlo a sus casas. Sólo ella y su hermana están en el internado. Tsvietáieva describe la soledad y el desamparo pero sin tintes trágicos, al contrario. “Las flagelantes” es uno de los textos que más me gustan de mi autora. Recupera un trocito de su infancia a orillas del río Oká, donde vivía una secta cristiana: la de las flagelantes. Seres míticos en los que sí se podía confiar. Y Tsvietáieva escribe un cuento sobre el paraíso terrenal de la infancia. ¡Es de una belleza arrolladora!
—Tsvietáieva ¿fue revolucionaria en su escritura?
—Absolutamente. Y, como muchos de los grandes, fue una incomprendida. Mientras vivió en Francia no tuvo verdaderos lectores, y cuando regresó a Rusia fue condenada al ostracismo. Una vida trágica. Fueron muy pocas las personas que, como Pasternak, Rilke (que hablaba ruso), Mandelstam o Andréi Biely, sabían que lo que ella hacía perduraría.
—Si se te apareciera Tsvietáieva ¿qué le dirías?
—Le besaría las manos con gratitud. Ella me hizo encontrar mi vocación, me ha abierto muchos mundos, me ha enseñado a escribir de una manera distinta… Pero creo que no aguantaríamos mucho tiempo juntas, entre otras cosas porque yo no soporto el cigarro y ella no paraba de fumar.
—¿Por qué es tan difícil traducir del ruso?
—Es difícil traducir del ruso, del griego, del italiano, del inglés, del francés, del checo, del rumano… La dificultad de traducir no sólo radica en la lengua de partida, también y sobre todo en la lengua de llegada. Crear un texto verdaderamente literario en tu lengua es tan difícil a partir del noruego como del portugués. Por eso, cuando me piden consejo los muchachos que se preparan para ser traductores, mi insistencia siempre es: lean español jugoso, del siglo XIX, de principios del XX, lean a los autores del Siglo de Oro, recuperen palabras que han caído en el olvido. No se queden con el español de los periódicos o de la televisión, ¡qué horror! La gran herramienta del traductor es el lenguaje y para tener el lenguaje como el carpintero tiene los clavos y el martillo, es necesario leer. No digo que no sea importante haber vivido en el país y conocer las analogías. Alguien que no ha vivido en el país cuya literatura traduce carece de elementos que tienen que ver con la cultura, con la mentalidad, con el modo de ser, pero finalmente existen los diccionarios. En cambio en la lengua de llegada eres tú quien tiene que construir la obra de arte.
—Cuando vives en el país percibes cosas aparentemente sin relevancia como la luz y el paisaje. ¿Cómo es la luz en la obra de Tsvetáieva?
—Tiene un relato, situado en Koktebel, Crimea, que es la luz misma: Viva voz de vida. Es una obra luminosa, resplandeciente. En sus relatos de infancia la luz es distinta. Yo me he dedicado a seguir la luz de Tsvietáieva y a viajar por el mundo buscando los lugares donde vivió para entenderla mejor.
—¿Has traducido a los escritores rusos contemporáneos?
—No los leo, me siento muy bien en el siglo XIX.

