Miguel Ángel Muñoz

Hay que concebir el espacio en términos de volumen plástico,
en lugar de fijarlo con ayuda de líneas en la superficie imaginaria del papel.
Eduardo Chillida

La escultura y la arquitectura, en cuanto artes creadoras tridimensionales, espaciales y poéticas, forman una unidad inseparable en la obra de Ángela Gurría (Ciudad de México, 1929). El trabajo escultórico que ha desarrollado Gurría en las últimas tres décadas, desde Homenaje al presidente Juárez, en el edificio de la ONU en Nueva York, pasando por sus múltiples esculturas urbanas —Familia obrera, Colonia Tabacalera, Ciudad de México, 1965; Señal, 1968 —escultura que concibió por encargo del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez para la Ruta de la Amistad, con motivo de los Juegos Olímpicos de 1968—; Contoy, integración escultórica, aeropuerto de Cancún, Quintana Roo, 1974; Homenaje al trabajador del drenaje profundo, Tenayuca, Estado de México, 1974; México, monumento al mestizaje, Tijuana, B.C. 1974; Homenaje a la Ceiba, Hotel Presidente Chapultepec (desgraciadamente hoy no sabemos su destino) 1976; El corazón mágico del Cutzamala, 1985; Flor de noviembre, parque escultórico en Morelia, 1988; y, Tzompantli, Centro Nacional de las Artes, D.F, 1993—, realizadas a mediados de los años sesenta y ochenta del siglo XX, la convierten en una protagonista de la site-specific sculture. Pero mucho antes de que sus esculturas crecieran hasta alcanzar la monumentalidad, Gurría, parte de sus esculturas en hierro y piedra, formula su concepción del espacio y la materia. Esta concepción del espacio es el requisito previo para transformar sus esculturas, como la Plaza Cutzamala, en espacios transitables y vivibles en los que el espectador, en la interacción con la luz, con la naturaleza o con el espacio ciudadano, puede experimentar poéticamente el entramado del espacio y del tiempo, la construcción de la escultura por sí misma.
Gurría no pudo estudiar en la Esmeralda, ni en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, por ello se fue al México City Collage, donde conoce a Germán Cueto, quien le enseñó a “sentir el material y saber sus posibilidades”. Completó su formación con el escultor Abraham González y en el taller de forja de Manuel Blancas, de quien según dice Gurría aprendió “hasta dónde llega la tensión del material para que sea suave a la idea de uno”. La escultura de Gurría pone en tensión el que es ya un rasgo central del arte de la modernidad: la posibilidad misma de relación con la naturaleza, como son sus esculturas: Nube, 1973; Tepozteco, 1968; Amantes de Contoy, 1974; Estampida en Contoy, 1974; Paisaje, 1981 y El aguaje, 2002. No es la luz la que permite ver las cosas, es la claridad misma habitándolas, atravesando la materia y anidando, como los cisnes, en ella. No es el espacio el lugar que hollamos, sino el lugar que hacemos espacio y que vivimos como tal, advirtiendo su activo protagonismo cuando recibe la luz, cuando la materia lo anima y lo define. El gesto del escultor, el esfuerzo de la talla directa o de la forja, el trabajo con el fuego permiten esa familiaridad que afirma y reafirma los sentidos. Sus huellas quedan sobre piezas, como un elemento más, incorporadas, como uno más, a la materia transformada, el espacio sugerido, a la luz dominada. En Gurría, su obra habla de una continua exigencia formal renovadora. Su mirada es capaz de sintetizar un mundo considerable de estímulos visuales; y con la madera, el hierro o la piedra, también el aire y el ruido, el ritmo —cómplices constantes de su trabajo— que viene y aviva lo que de otro modo estaría muerto, pues en las esculturas de Gurría la naturaleza interviene como un elemento más, sin forzarla, sin violentar su condición libre.
Cuando la artista habla de la densidad de los materiales, de las formas, de los colores, está haciendo referencia a esa especial concentración que les hace ser y estar presentes. No como algo que puede usarse, instrumento para otras cosas, sino como lo que es en sí mismo y en sí mismo tiene valor. El material tiene algo que decir por sí mismo, porque es, y es en relación con alguien, con el escultor que lo trabaja, con nosotros que lo percibimos.
La obra de Ángela Gurría está llena de contradicciones fecundas, de oposiciones desafiantes, que la van enriqueciendo constantemente. Los años en Europa y especialmente en Nueva York fueron para Gurría una época de búsqueda artística y de lacerante estancamiento. Durante las décadas siguientes se va aproximando en rápida sucesión a escultura que delimita su idea del espacio, que se revelará fundamentalmente para la evolución futura de su obra. Hizo esto, igual que años antes el escultor rumano Brancusi, al estilo de la taille direct, a golpe de martillo, experimentando directamente la evolución pictórica espacial. En estos años, ya cuenta con el reconocimiento total, sus exposiciones se multiplican en los más importantes museos y galerías de México: Galería Juan Martín, 1962 y 1963; Museo del Palacio de Bellas Artes, 1970; Museo de Arte Moderno, Contoy isla del Caribe, 1974; Galería Arvil, 1982, 1983 y 1995; Museo Pape, Monclova, Coahuila, 1995, y su magna exposición retrospectiva: Ángela Gurría. Naturaleza exaltada, en el Museo de Arte Moderno, 2003-2004, dejó ver su enorme trayectoria y producción, en una etapa de su vida en plena madurez y creatividad, que como decía Tamayo en 1974: “después de experimentar todo esto, Gurría llega por fin victoriosa a la meta que pareció lejana, pero a la que con su talento y convicción arriba sin fatiga. Su hora, pues, empieza a sonar para orgullo de México”. De este modo Gurría trata de descubrir en el calor del fuego de la fragua las peculiaridades del material, del hierro. Lo martillea sobre el yunque, lo alarga, lo aplana, lo estira hasta sacarle punta, lo dobla, le da forma, y en el juego de los elementos aconseja al espacio que tome forma. Las figuras de Gurría muestran una sorprendente naturalidad, y es aquí donde enraíza su fascinación clásica. Algunos ejemplos, podrían ser: Basilisco, 1993; La muerte en Chiapas, 1997; Mariposa nocturna, 2001; Florero con flores, SF, entre muchos otros.
Gurría, en sus esculturas transforma los espacios vacíos definidos por los materiales que acaricia. El espectador participa en la vibración del sonido, en el murmullo, en la tensión de los espacios redibujados, atrapados, rodeados con facilidad, que se concentran poderosamente en los volúmenes contradictorios, pero al mismo tiempo sorprendente. Un enriquecimiento imponderable de las dimensiones de la creación.
Espacio y ritmo, ritmo y tiempo, música y arquitectura, contradicción y unidad. Quizá sea de esta forma precisa la unidad exigida entre la escultura y la arquitectura, calificada simplemente por Ángela Gurría como “construcción perfecta” y que determina comparativamente el ritmo en la música, el tiempo y el ritmo de la escultura en el espacio. La escultura es una formación del espacio. No hablo del espacio situado fuera de la forma, que rodea al volumen y en el que viven las formas, sino del espacio generado por las formas, que vive dentro de ellas y que da una poética inédita a la obra. Se trata de un tramado vivo, dinámico, y a eso me remite la imagen de Gurría respirando y concretando formas. Es por ello que Ángela Gurría siempre ha creído que la poesía y la música están íntimamente ligadas a la arquitectura y la escultura.
La interpretación de la arquitectura como música hecha forma es una constante en la historia de la civilización desde la Antigüedad. La hallamos en San Agustín y en Boecio, pasando por Leon Battista Alberti.
El flujo entre interior y exterior; la comunicación de la luz con el material, el espacio interior, que a veces se sustrae el espectador, han determinado las más de cinco décadas de trayectoria creadora de Ángela Gurría. “El escultor vive en función —afirma Gurría— del ritmo de la materia que utiliza. Sus manos son las amantes que pretenden captar la sensualidad del universo. Como en un sistema de vasos comunicantes, esas manos van nivelando el lenguaje del escultor con el espectador”. En tal sentido su obra supuso una aportación notable al campo radical de actitud hacia las formas, los materiales, el sentido espacial y la propia función de la escultura, entendiendo la escultura como una compleja superposición y encadenamiento de campos autobiográficos, sociales, históricos, míticos y artísticos.
De esta forma, la obra escultórica de Ángela Gurría adquiere una notable distancia respecto de las diversas orientaciones estilísticas con las que dialoga, una nota que era ya evidente en sus años en Nueva York y Europa. Quizá sea ésta la razón de la singularidad de su incidencia: no puedo hablar de artistas que sigan a Gurría, pero son muchos los que no olvidan el diálogo, implícito, con él, y su poética del espacio, impresa en cada uno de sus trabajos escultóricos. Una lección única en el escenario contemporáneo de la escultura en México, y lo cual me recuerda algunas líneas del Diario, 1918 de Paul Klee que refiere a la creatividad artística: “la creación vive como génesis bajo la superficie visible de la obra”, y cuya experiencia nos invita Gurría a descubrir en cada una de sus esculturas, y donde sólo una gran artista puede llevarnos.

miguelamunozpalos@prodigy.net.mx