Juan Antonio Rosado
Si definimos “canon” como “precepto sobre la manera de hacer algo”, “modelo o tipo considerado ideal o perfecto”, debe entonces percibirse como sospechoso por el pensamiento crítico. ¿Quién decide qué es lo canónico en literatura o arte? ¿Los críticos? ¿Las editoriales? ¿Los autores de diccionarios y textos sobre literatura o arte? ¿Los libros de textos, leídos por nuevas generaciones, que se basan en ellos para formar su criterio? ¿Los premios, que no son sino los reflectores —con frecuencia efímeros— sobre una personalidad? ¿La mercadotecnia y difusión cultural, mediante los medios masivos? ¿Los profesores de literatura, que encargan libros a sus alumnos y hablan sólo de las obras que conocen o admiran? ¿Los antologadores, es decir, el a menudo “círculo vicioso” de las antologías, que repiten (por algo será) nombres y obras? ¿El “público lector” que, por lo anterior, se basa en lo que se le “muestra” y “corre la voz” sobre la importancia de una obra que le agradó? ¿Todo lo mencionado a la vez?
Si lo “canónico” para una época, tendencia o corriente no lo es para otra, también puede afirmarse que lo que para mí es “canónico” y modelo de buena obra, para otro quizá no sea así. No obstante, como advierte Isaiah Berlin, “la historia de la moral, la política y la estética es en gran medida una historia de modelos dominantes”, es decir, los escritores más característicos “reflejan un patrón de vida específico que rige a los responsables de dichos escritos, pinturas o producciones musicales particulares”. Berlin propone aislar ese patrón dominante, pero ¿cuáles han sido los patrones dominantes en las letras y en el arte mexicanos? En principio, los mismos de Europa: neoclasicismo y romanticismo. Mas, ¿constituyen esos patrones lo “canónico” mexicano, o más bien son sus rupturas las que empiezan a configurar lo que hoy consideramos “canónico”? Más sencillo: ¿cada movimiento, tendencia, género posee sus obras canónicas?
En un ensayo sobre el boom latinoamericano, Ángel Rama cita a Vargas Llosa, quien sostiene que “cada quien tiene su propia lista” de autores del boom. Rama, sin embargo, aclara que hay nombres que se repiten. Harold Bloom, por su parte, no incluye a Dostoievsky —casi el padre de la novela moderna— en lo que él llama “canon occidental”, que no es sino el “canon de Bloom”, si bien nombres ya clásicos —Shakespeare, Cervantes…— hayan sido modelos durante siglos. Tal vez las obras “canónicas” sean las que ya no tengan ni siquiera necesidad de leerse porque sus títulos y los nombres de sus autores están en boca incluso de quienes no leen. Han sido tan comentados que todos saben “de qué se trata”. Umberto Eco afirma: “Para que una obra maestra lo sea, debe ser conocida, es decir, debe haber absorbido todas las interpretaciones que ha estimulado, que contribuyen a hacer de ella lo que es. Una obra maestra desconocida no ha tenido bastantes lectores, lecturas, interpretaciones”. Toda lectura —dice Jean-Claude Carrière— “modifica el libro”. Así la obra permanece viva.
En El gusto literario, Levin L. Schücking se pregunta por qué un libro determinado es muy leído en una época y luego deja de serlo, o viceversa: ¿por qué una obra es ignorada en un momento dado y después descubierta, difundida y leída a veces siglos después de la muerte de su autor? Sostiene que no hay un “espíritu de la época”, sino “toda una serie de espíritus”, grupos o autores a veces irreconciliables, antagónicos. Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont) fue “canonizado” por los surrealistas décadas después de su muerte. Un caso muy sonado en México fue el que convirtió a Los de abajo, de Azuela, en novela “canónica” de nuestras letras. Por supuesto, la crítica desempeñó un papel decisivo: ¿sería Los de abajo (1915-1916) parte del “canon mexicano” o del “canon de la novela de la Revolución Mexicana” si no lo hubiera difundido el escritor y crítico Francisco Monterde diez años después de su primera edición? Nadie lo sabe. Tal vez otro crítico hubiera descubierto después esta novela y la hubiera valorado, y acaso haya centenas de obras de gran calidad que esperan ser leídas o apreciadas. Sor Juana fue rechazada por buena parte de la “poética” decimonónica. Hoy aparece en nuestros billetes de 200 pesos y su voz habla en nuestra época.
En sentido opuesto, La fuga de la quimera (1919), de Carlos González Peña, no corrió con la misma suerte de Los de abajo, a pesar de tener gran calidad. Y cabe preguntarse si hoy consideraríamos “canónico” (en arquitectura) al convento e iglesia de Santa Brígida, cuya planta ovalada tenía forma elíptica, a diferencia de las plantas de las iglesias que se construyeron de 1550 a 1700. Este convento fue demolido en 1933. Era un edificio único en su especie. ¿Cuántas obras ya desaparecidas serían hoy parte de nuestro patrimonio arquitectónico? Volviendo a la literatura, la crítica ha intentado reivindicar a Laura Méndez de Cuenca, escritora poco conocida por el público. ¿Bastaría colocarla en los programas de bachillerato para que empiece a cobrar fuerza?
Si es cierto que hay obras “canónicas” de la literatura universal que antes no lo fueron porque no habían sido descubiertas, como el Poema de Gilgamesh o el Satiricón, ¿por qué aún no se considera en ese nivel a los Himnos a Innana, de Enjeduana, la primera mujer poeta, descubierta hace relativamente poco? ¿Falta de difusión? ¿No está acorde con los “espíritus de nuestra época”? Comoquiera que sea, una de las formas que un escritor tiene para sobrevivir es incluirse o ser incluido en algún grupo. Los integrantes de ese grupo o asociación se apoyan mutuamente, se hacen resaltar, se reseñan, toman medios de comunicación para llamar la atención. Pero ignoran lo que ocurrirá en el futuro: las nuevas épocas o generaciones de críticos, profesores y público, ¿valorarán lo que hicieron? La mercadotecnia ha desempeñado un papel sobresaliente, pero es difícil responder de forma tajante a las preguntas planteadas. Mi objetivo es sólo contribuir a la reflexión en torno a un complejo problema. De otro modo, no pasaríamos de considerar Pedro Páramo, de Juan Rulfo, como acaso la única novela “canónica” mexicana a nivel universal, lo que sería injusto para obras de indiscutible valor artístico, como La sombra del Caudillo, Al filo del agua o Los días terrenales, para sólo hablar narrativa anterior a las rupturas de los años sesenta.

