Gonzalo Valdés Medellín Cuando en 2007 Doris Lessing (Kermanshah, 22 de octubre de 1919 − Londres, 17 de noviembre de 2013) recibió el Premio Nobel de Literatura, escribí: “Pocas veces he sentido tal júbilo al conocer la noticia de un Premio Nobel de Literatura, pero en el caso de la británica Doris Lessing, el corazón me dio un vuelco literalmente y no pude menos que suspirar y decir hacia mis adentros: ¡El premio a una vida!”. Luego pensé que esto era por una sencilla razón: la vida de Doris Lessing ha sido vertida en toda su obra literaria, la gran mayoría de carácter autobiográfico. He leído muchos libros de Doris Lessing, todos importantes, exquisitos, reveladores de muchas nociones de libertad, lucha y convicciones. Recuerdo, entre sus novelas, desde luego, El sueño más dulce (2002), que es una parte de su autobiografía y un recuento de la historia del mundo en el siglo XX, a través de las vivencias de una familia londinense de clase media, con todos los caracteres precisos de esa familia como reflejo de la sociedad: la médico, el escritor, la trabajadora social, la activista política y, simplemente, la madre de familia. Novela estrujante en muchos momentos, que recorre las tragedias de la guerra y desemboca en la pandemia del sida, El sueño más dulce es una extraordinaria novela de ficción, engarzada a la realidad autobiográfica de Doris Lessing. Pero cómo no recordar aquella El quinto hijo (1989), retrato detallado de la decadencia de la sociedad “primermundista” que en su apego al concepto de civilización engendra monstruos como el referido aquí, en una historia que evidentemente toca la ciencia ficción y el terror, para rendir un apasioando homenaje a Mary W. Shelley y revelarnos que el verdadero monstruo es la sociedad intolerante. Otras novelas resultan no sólo aleccionadoras de lo que es la labor del novelista, ese deliberado entregarse “al trabajo duro” —ha señalado Lessing— que significa escribir una novela. Diario de una buena vecina (1987) constituye un ejemplo de claridad expositiva, con el mínimo de recursos estilísticos, y el máximo de capacidad expresiva para la captación del lector. Una novela sobre la intolerancia, nuevamente, que se torna en un ejemplar rastreo de la piedad es este Diario de una buena vecina en la que Doris Lessing alcanzó lo mejor y más humano de su literatura, al contar la humanización de una mujer autosuficiente y ególatra que se ve en la necesidad de hacerse cargo, atender y cuidar hasta su muerte a una anciana que le va revelando la verdadera naturaleza amatoria de las relaciones entre semejantes. Pero qué decir de La buena terrorista (1987), esa historia en que una joven mujer como cualquier otra, se entrega a la disidencia, lucha desde sus basamentos (demasiado básicos, diríamos) y forja una conciencia de clase y un sentido de lo que la convicción y la realidad concitan en un ambiente de turbiedades e incongruencias, y desembocan en una realidad de pronto contradictoria e ideológicamente intimidatoria, siempre falible. La buena terrorista —historia de unos jóvenes de la más radical acción izquierdista, lindando el anarquismo— es una novela de agudeza y profundidad de pensamiento. Es quizás el auto retrato ideológico más brillante de la misma Lessing. Pero otra Doris Lessing es la cuentista, la autora de La costumbre de amar (1983), colección de conmovedores relatos que en el nombre lleva la égida, el sino de lo que significa para la literatura una pluma como la de Doris Lessing: la costumbre de amar. De amar la escritura, de amar la vocación que no se doblega, de amar la verdad, a costa de todo, pese a todo y sin pérdida de esperanza. Un libro que, indudablemente, da cátedra en lo que a dominio del espacio cuentístico, el manejo del tiempo y la narración corta se refiere es La costumbre de amar. Su obra recoge parte de su vida en Rhodesia del Sur, hoy Zimbawe, donde vivió, presenció y padeció la injusticia y el racismo, lo cual de lleno la ubica como seguidora de la obra de la también extraordinaria escritora Isaak Dinesen (Karen Blixen). Pero Doris Lessing es, desde luego, una protagonista de su tiempo, del siglo XX, y del ya avanzado siglo XXI. Sus libros —casi todos traducidos al español— son prueba palpable de ello. Como pensadora, resulta insustituible su libro Las cárceles elegidas (1984) que en México publicó a principios de los noventa el Fondo de Cultura Económica y que constituye un compendio de sus conferencias magistrales en torno a la malignidad de los medios, la penetración cultural y la estupidización que promueven los mass media en el ser humano. Una recapitulación crítica que se adelanta a los males de la globalización neoliberal, partiendo de los preceptos de George Orwell y Marshall McLuhan, señalando con encono feroz la perversión de la carrera armamentista, de la guerra sin freno, de la “celebrada” caída de las ideologías, de la guerra bacteriológica, de la explotación, es Las cárceles elegidas. El título de mi libro Tras el espíritu de Akenatón (Dirección de Literatura / Difusión Cultural UNAM [Serie Diagonal], 1998) surge justamente de la lectura de Doris Lessing quien ha subrayado que el soberano egipcio Akenatón se atrevió a trastocar los órdenes preestablecidos de su tiempo y opuso “una religión de luz a una religión de oscuridad”. Prefirió la vida a la muerte. “Deberíamos seguir tras el espíritu de Akenatón en una época que enarbola la oscuridad y la muerte como única panacea de subsistencia”. Doris Lessing ha aleccionado con el ejemplo, ha seguido en su obra literaria tras el espíritu de Akenatón, llenándonos siempre de luz. Recuerdo su bello libro Gatos muy distinguidos (1957), dotado de incisivo acento, humor y amabilidad; su Cerco de tierra (1965), donde la exploración del espacio de identidades cobra un relieve épico; su Cuaderno dorado (1962) que prologó Mario Vargas Llosa y se convirtió en una especie de biblia para el movimiento feminista de esos años, aun cuando la propia Lessing nunca quiso abanderarse del feminismo; evoco a sus mujeres, siempre protagonistas fuertes, inquebrantables, inteligentes; rememoro muchas escenas de sus textos, capítulos enteros de El sueño más dulce —en verdad la novela de una gran escritora— vienen a mi memoria en este momento. Veo sus fotografías en Internet, a los ochenta y siete, a los noventa y tantos años de edad… pero aún en pie, sin perder un ápice de su entereza. Revalido y reconfirmo mi admiración por Doris Lessing y creo consecuentemente que cuando uno admira a un escritor, en tanto lector, cada libro es también un espejo de la perseverancia de ese lector que nunca terminará de abordar el mundo, el universo creador de su escritor admirado. Y este es el caso de Doris Lessing, porque ahora, más que nunca, Doris Lessing está en la realidad de mi memoria literaria con más prestancia y más fuerza que nunca. Ante su muerte, la admiración se vuelve entraña literaria. El último libro que leí de la escritora británica, hace apenas unos meses, fue Canta la hierba (1950), que justamente fue su primera novela. Una novela de corte psicológico que aborda la contrariada vida de una mujer que no encuentra acomodo existencial en el mundo de convenciones que la rodea, al grado de vivir —agonizar— en otra realidad por ella generada. Canta la hierba es una novela sobre el erotismo autoreprimido, sobre el amor castrante, sobre la mentira vital, sobre la segregación, el racismo, la discriminación de la raza negra, la injusticia social y el desamparo espiritual; un drama que se pudo haber volcado en la consecuencia policiaca (Lessing parte de un suceso de nota roja), pero que en realidad esboza una gran radiografía de la descomposición moral del siglo XX. Doris Lessing murió tranquila, dijeron sus editores. No podía esperarse otra cosa: fue una mujer que vivió para la escritura, hasta el último aliento, y que conoció la plenitud creadora. Escritora de luz, que prefirió siempre la vida a la muerte, Doris Lessing fue siempre tras el espíritu de Akenatón y logró apresarlo y plasmarlo en el contexto total de su obra, una obra rica, ya clásica de nuestro tiempo, que habrá de replantear su real trascendencia.