Carmen Galindo
Me hubiera gustado tratar más a Gustavo García. Voy a relatar las veces que lo vi, porque, me parece, lo retratan de cuerpo entero. Pável Granados lo invitó a nuestro seminario en la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y le hablé por teléfono para reiterar y precisar la cita. Le dije que tendríamos poco público, porque el semestre terminaba esa semana y los alumnos ya estaban preparando los exámenes. En el teléfono, me dijo: “No te preocupes, una vez di una conferencia ante una señora y un niño que habían entrado a oírme, porque ¡estaba lloviendo!”. Nadie se puede imaginar lo tranquila que me sentí cuando escuché que al prestigiado y popular crítico no le importaba que fuéramos unos cuantos los del Seminario. Le puso a su plática el regocijado título de “Pedro Infante: homo eroticus”. El otro ponente fue el director teatral José Luis Ibáñez que habló de su muy cercana amiga “María Bonita”. A la mitad de la charla de Gustavo entró al Salón de Actos el crítico de cine Luis Terán y se desmintió aquello de “enemigo, el de tu oficio”, porque Gustavo se interrumpió y nos dijo: “ay, qué miedo, llegó Luis Terán”. Y añadió dirigiéndose a él: “Luis, si me equivoco, me corriges”. Con Gustavo y José Luis hablando de temas que se saben al revés y al derecho, fue una tarde relajada y sin exageración, una sesión inolvidable.
Lo invité otra vez al seminario, en esta ocasión para que hablara de Daniel García Blanco, su padre, que había fallecido recientemente. Un rato antes de que llegara Gustavo, se me acercó otro profesor y me dijo: a qué hora es tu seminario y yo, despistada que soy, le dije: el mío es a las seis de la tarde, pero ¿no te equivocas de seminario?. “No, -me respondió- soy hermano de Gustavo García y también hijo de García Blanco. Así, conocí a Óscar Armando, quien es profesor en el Colegio de Teatro de Filosofía y Letras. En su conferencia, Gustavo habló de su padre, a quien yo conocía, no por sus programas de televisión con Saldaña, sino por la Casa de la Música Mexicana, proyecto al que se dedicó con fervor y que yo admiro profundamente. Gustavo, siempre en su forma desenfadada, contó, por ejemplo, que Al son de la marimba (entre paréntesis, mi película favorita) se realizó para rescatar la música chiapaneca con investigación y arreglos de Don Daniel, quien era precisamente de Chiapas. (Yo fui a dar una conferencia a la casa de la Música Mexicana sobre el corrido de la Revolución, sin saber, que era el tema de García Blanco, por lo que me sentí, como dicen, llevando cajetas a Celaya, pero eso me permitió conocer ese proyecto y a Don Daniel).
La tercera vez que vi a Gustavo fue cuando Rafael López, a quien conozco de toda la vida y hasta va al seminario, y Dolores, la hija de Henrique González Casanova, nos invitaron a que habláramos Gustavo y yo de Fernando Benítez con motivo de la Ofrenda del Día de Muertos en Ciudad Universitaria. Debo aclarar que no me causa ningún temor dar una conferencia, pero ese día estaba oscuro, había cuetes, grupos de muchachos, algunos subidos en zancos, daban vueltas cantando alrededor de la carpa donde Gustavo y yo teníamos que hablar. Cuando, como se acostumbra, nos preguntaron en qué orden preferíamos hablar, le dije a Gustavo: “Empieza tú, porque estoy aterrada”. Me contestó, con absoluta generosidad: “No te preocupes, yo empiezo”. Estábamos en un estrado altísimo, el público de la carpa, que era abierta en los lados, estaba platicando de pie y el ruido entre cuetes, gritos y cantos, supuse no dejaría escuchar nuestras voces. Gustavo empezó a hablar y, como por arte de magia, la gente se sentó y en unos momentos todos nos reíamos de las anécdotas, medio surrealistas, que contó. Cuando tomé la palabra estaba completamente tranquila y Gustavo había domado al respetable.
Fue la última vez que lo vi, pero lo seguí escuchando en Radio Cinema Red, un programa semanal los sábados a las doce. Ahí entrevistaba a los cineastas actuales, muchos sus alumnos, todos sus amigos. Invitaba siempre al público a que viéramos cine mexicano e invariablemente cerraba el programa con una apresurada cartelera, (porque se le había ido el tiempo), en que sintetizaba los estrenos de la semana. Otro rasgo que lo singularizaba era que, hijo de García Blanco, se refería a los compositores que musicalizaban las películas y escuchábamos las grabaciones.
Un día me encontré a Óscar Armando y le dije: ¿que Gustavo está enfermo? Me miró sorprendido y me dijo: “¿Cómo lo sabes? A nadie le ha dicho”. Le contesté: Lo escuché en su programa. Dijo: “Estoy chipil, porque estoy malito y me van a operar”. Y enseguida avisó que los próximos programas lo iban a sustituir mientras se recuperaba de su problema de salud.
En su programa, escuché las palabras de cariño de los muchos amigos y del público, y también las palabras de Claudia, su esposa, que fue su productora; de Alejandra, su hija que dijo que su padre la animó a terminar su tesis de Historia; de Ángel, su pequeño. En la funeraria, estaban sus colaboradores de Canal 22, realmente consternados; Carlos y Estela Marín vinieron de Cuernavaca, donde viven, y me dijeron, antes, en una comida, “Gustavo y Óscar Armando son como nuestros hermanos”. No entré y no vi a su mamá, que no quiso verlo enfermo en el hospital, ni a Eraclio Zepeda que me dijeron que estaba deshecho. Muchos alumnos ahí reunidos aseguraban lo que su hija, “por él hice mi tesis”. Todos destacaban su generosidad y su sentido del humor. Creo fue feliz, porque todo mundo lo quería. El adjetivo se repetía en los noticieros televisivos y en los programas de radio: era formidable.