Eusebio Ruvalcaba
Porque no hay otro modo de escuchar la Pasión según san Mateo de Bach.
Y no estoy hablando, para nada, de que se tiene que ser religioso ni nada por el estilo; creer o no en Dios es un asunto aquí irrelevante. Estoy hablando de otra cosa, que tiene que ver más con el ser humano que con la ciencia ficción. Estoy hablando de que en la vida siempre ha habido manifestaciones que sobrecogen. Acontecimientos en los que se condensa la humanidad por un instante. Actos fuera de toda proporción aunque esperados —mejor que eso, acontecimientos históricos—, emanados de la mano del hombre que marcan un hito en el devenir.
Puedo mencionar varios, no como un alarde de erudición —que ni soy engreído ni soy erudito— sino como una fiesta del pensamiento que debe compartirse, en la que todo mundo, siempre y cuando entre con los oídos abiertos, es bienvenido.
Cierren los ojos y piensen en El hombre en llamas ese estrujador, vigoroso, apabullante, inmenso mural de José Clemente Orozco que se encuentra en el Hospicio Cabañas de la ciudad de Guadalajara. Se localiza en la bóveda, y basta con levantar la cabeza y mirarlo para que uno sienta que todo lo que se ha visto hasta entonces desaparece como si nunca hubiera existido.
O evóquese el interior del convento de Santo Domingo, en la ciudad de Oaxaca. Qué cosa de maravilla y prodigio. No importa que haya sido construido por miles de manos trabajando al mismo tiempo. O mejor todavía. Todo ese oro vuelto filigrana y ornato, con una minuciosidad que se antoja estar inmerso en un sueño; todo ese arte al servicio de los ojos, y del alma…
Un ejemplo más: La guerra y la paz de Tolstoi. ¿Cómo es posible que un solo hombre abarque una dimensión ciertamente infinita, más allá de cualquier proyecto humano, por su universalidad en tiempo y espacio, por todo lo que comprende?
Vuelvo con Bach, con su Pasión según san Mateo.
Pero aquí pasa algo curioso, que cuando la escucho no me viene a la cabeza el concepto de monumentalidad sino el de humildad. Y no porque Bach la haya compuesto como un modo de celebrar a Dios —lo que hizo con una gran parte de su música—, sino porque el alma se constriñe hasta el último reducto. Suena esa música y todo por dentro parece entrar en una especie de arrobamiento, casi levitación. Tal vez porque no haya palabras adecuadas para exteriorizar esa exaltación; tal vez porque uno quisiera mirar a Dios de frente, y no hay más camino que la música.
¿Ustedes vieron El Sacrificio, esa película sublime de Tarkovski? Pues la banda sonora principia con la Pasión según san Mateo, que corre contra los créditos. Un buen recurso de aquel cineasta ruso, que de inmediato coloca al espectador ante la belleza. Así, de golpe, sin decir agua va.
Y a propósito de esta Pasión…, hay que aclarar que por años permaneció sin estrenarse, que su partitura, aquellas hojas escritas de puño y letra de Bach, habían servido lo mismo para envolver pescado que para hacer bolitas que los niños se aventaban unos a otros, mientras sus madres atendían el puesto, hasta que cayó —por un mero azar— en manos de Mendelssohn, el compositor alemán que habría de consagrar su vida para rescatar y estrenar aquella magna obra. Acontecimiento que en su tiempo le valió la reprobación general, ¿quién era ese señor Bach que se merecía tantas horas invertidas?, argumentaban los críticos. La respuesta vino de la gente del pueblo: herreros, sirvientas, carpinteros, hasta una prostituta, que se encargaron de participar en el estreno y cantar las partes principales.
En fin, una deuda que la humanidad tiene con el señor Bach, ¿o no queda el corazón resarcido luego de escuchar la Pasión según san Mateo? Y con el señor Mendelssohn, por supuesto.