Cuento
Guillermo Samperio
a la memoria de Guillermo Russet Banda
El hombre que fuma puro en la ventana platica con las nubes que pasan; les manda dardos de humo. Las nubes le regresan granizo. El hombre cierra la ventana, da una fumada profunda al puro, mira hacia el horizonte y avienta donas humeantes que se deshilachan contra el vidrio; a veces, antes de estrellarse contra la ventana, por el centro de la dona pasa un mosquito en un azar sorpresivo que el hombre no volverá a repetir. Las nubes que pasaban se fueron a lloviznar en otra parte.
Una mujer, desde la banqueta de enfrente, ha observado la conversación entre el hombre y el cielo. Abrió una sombrilla de flores cafés y amarillas; y cuando pasó la granizada, lo cerró. La mujer no se decidía entre elegir la fascinación del momento de magia que observó, o analizar el mecanismo por el cual un puro habanero puede transformarse en una cerbatana primitiva.
La mujer se puso a morderse las uñas, pero ya no tenía uñas que morderse. Le quedaban ciertas protuberancias córneas que simulaban algo muy distante de las uñas. Decidió, entonces, ponerse unos guantes tejidos color sepia. Abrió de nuevo la sombrilla y se fue a buscar la lluvia. A nadie le preocupó la mujer que llevaba un paraguas desplegando, sin sol ni lluvia ni nada de los cuales protegerse.
Sólo un niño puso atención en la mujer. Jugaba, disimulado, con un balero e intentaba capiruchos sin agarrar la cuerda. Fallaba y fallaba pero veía y veía. La mujer del paraguas abierto era la madrina de su mejor amigo del colegio. Soltera de toda la vida, aunque fuera aún joven. A ella le gustaban los hombres que fumaban pipa, pipeta o puro. Le recordaban el momento en que los buques abandonan el muelle y lanzan aquel sonido que semeja más un adiós quejumbroso para siempre, que un hasta pronto de esperanzas. La mujer tenía una colección de sombrillas, de pañoletas y guantes. Las pañoletas se las ponía para ir al malecón, le aleteaban en el cuello como mariposas nocturnas, a pesar de que las pañoletas tuvieran anaranjados encendidos, tulipanes inflamados, o amapolas coquetas aquí y allá entre la vegetación gris de la seda.
Porque vivía en el piso de abajo al del hombre del puro, el niño sabía también que este hombre acostumbraba escribir historias donde un hombre de puro aparecía observado por una mujer; la mujer usaba distintos tipos de sombrillas, pañoletas y guantes. Algún día, el hombre hubiera bajado, en el momento de la granizada, por ejemplo, y le invitaría un café a la mujer de los guantes sepias. Pero el hombre sabía que el esfuerzo resultaría inútil, pues la mujer había nacido para ser soltera toda la vida, a pesar de que aún fuera joven. Ella estaba enamorada de los adioses en el mar.
Entonces, el hombre se aleja de la ventana y va a sentarse frente a su máquina de escribir. Escribe una historia en la que un niño juega al balero, el niño ve a una mujer de guantes tejidos color sepia, que es madrina de un amigo suyo. Es la mujer que usa sombrillas sin ninguna necesidad y es la misma que mira al hombre del puro, la que va al muelle a despedirse de nadie y que vive en el piso de debajo de un hombre que escribe literatura. La mujer siempre ha tenido miedo a subirse en un barco y, como le gustaría casarse con un hombre que fume pipa, pipeta o puro, y hacer su viaje de bodas en barco, nunca se va a casar. Se quiere morder las uñas, pero ya no tiene uñas. Entonces, comienza a morderse los dedos hasta que se queda sin una mano.
Cuento incluido en el libro Historia de un vestido negro (FCE, México, 2013), de Guillermo Samperio.