Truman Capote

 

 

A la memoria de la incansable Guillermina Bravo,

la querida “Bruja” de mis años verdes.

 

María Eugenia Merino

Para nadie es un secreto la cantidad sombrosa de enemigos que Truman Capote acumuló a lo largo de su existencia.

Varios autores documentan su vida —distintos ángulos y puntos de vista, algunos empáticos y otros francamente antagónicos— y las diferencias, querellas, pleitos y enemistades que se granjeó con su conducta.

Sus amistades recuerdan las historias que inventaba sobre su propia vida, tanto para escandalizar como para impresionar y darse importancia y sobresalir en esa sociedad que en un principio lo acogió y más tarde, decepcionada y traicionada, le dio la espalda.

Infaltable en el escenario social del Nueva York de su época, admirado por muchos, tolerado por otros tantos, nunca se dio cuenta de que, a pesar de ser la aceituna de todos los martinis, lo soportaban porque era ameno y gracioso y los proveía de chismes —ciertos y falsos— de las celebridades a quienes decía conocer íntimamente, aun cuando ni siquiera hubieran sido presentados; lo trataban como a una mascota que resultó no ser tan dócil como hubieran querido y que —en venganza— terminó sacando las garras y arañando a todos los que pudo.

En su inmensa vanidad y egoísmo, Truman jamás aceptó de buen talante el éxito de los demás.

Legendaria fue su rivalidad con Gore Vidal, a quien no le perdonó haber triunfado tan joven con La ciudad y el pilar de sal, novela que denostó acremente; dicen las malas lenguas que lo que más le envidió fue haber sido el primero en atreverse a llevar a la literatura abiertamente el tema de las relaciones homosexuales.

Las mentiras sobre Vidal acerca de que fue sacado a patadas de la Casa Blanca durante una fiesta (Vidal estaba emparentado con Jacqueline) lo llevaron a los tribunales durante varios años y terminó perdiendo la batalla legal y ofreciendo una disculpa pública a Gore.

La siempre discreta Harper Lee fue, probablemente, quien más razones tenía para resentir las traiciones de Truman, su amigo de la niñez y de los juegos compartidos. Capote, sin disimular la envidia por el Pulitzer que ella recibió tras la publicación de Matar a un ruiseñor, mientras que él no lograba terminar A sangre fría, se mostró abiertamente hostil, y cuando empezó el rumor de que él había escrito o la había ayudado con su novela, sólo levantó los hombros, pero se negó a desmentirlo, tratando de restarle méritos, sin importarle el tiempo que ella le dedicó para ayudarlo en su investigación para su más famosa novela: A sangre fría.

Incluso la veracidad de A Sangre fría se ha visto comprometida —según nueva información de The Wall Street Journal basada en los documentos originales de la investigación del asesinato de los Clutter— al descubrirse que Capote se concedió muchas licencias literarias —sobre todo al recrear los diálogos con los asesinados y al agregar capítulos que nunca llegaron a ocurrir y que desvirtuaron los acontecimientos—, aun cuando era su máximo orgullo presumirla como “inmaculadamente basada en hechos reales”.

A él, que no reconocía influencias, sus críticos se la encontraron con William Faulkner, Eudora Welty y  Carson McCullers a quienes se dice que copió indiscriminadamente y que de ellos había “tomado todos sus argumentos”.

Lawrence Grobel dice: “Saqueó a Carson McCullers en Otras voces, otros ámbitos, raptó a la Sally Bowles de Isherwood para Desayuno en Tiffany’s; en resumen, plagiaba de manera implacable”.

Helen S. Garson documenta, analiza y encuentra similitudes demasiado obvias entre algunos pasajes de Otras voces… y la violación de Temple Drake en Santuario, de Faulkner, así como de El arpa de hierba con La balada del café triste de Carson McCullers.

La propia McCullers lo acusó públicamente de plagio.

En lo personal he encontrado en El arpa… la misma teoría acerca del amor que Carson expuso, en 1936, en Una roca, un árbol, una nube. En Mojave, el cuento que se dice iba a formar parte de Plegarias… también se encuentra el canon del amado y el amante propuesto muchos años antes por McCullers en La balada…. Demasiadas coincidencias para pasarlas por alto.

Después del famoso baile de Blanco y Negro que ofreció en el hotel Plaza de Nueva York, en 1966, Capote dejó de escribir. Empezaba ya su declive.

Siempre que tuvo oportunidad habló mal de amigos, conocidos y aún de quienes no conocía:

De Borges, un escritor de segunda categoría; Camus, un escritor de segunda fila; Virginia Woolf, vacía; Kerouac, eso no es literatura, es sólo mecanografía.

De Bellow, no es escritor, no existe; Phillip Roth: olvídelo; André Gide, una gran maricona francesa de cara rufianesca; Joyce Carol Oates: leerla es vomitar;

Malamud, ilegible…

Marlon Brando se puso furioso al leer El Duque y sus dominios, y se sintió profundamente traicionado por utilizar algunas confidencias sobre su madre que Truman sacó de contexto.

Durante años Capote se dedicó a anunciar —a quien quisiera oírlo y a quien no, también—que estaba escribiendo lo que en su inflado ego consideraba que sería su obra magna en un “superado estilo proustiano”.

Cacareo demasiado el huevo y al final sólo publicó en revistas 3 capítulos de lo que sería su inacabada novela Plegarias atendidas; unas cuantas páginas le bastaron para destrozar a figuras prominentes de la escena social, artística y editorial de la época, descubriendo, casi sin maquillar, sus secretos y costumbres sexuales. Escrita como un roman à clef, ni siquiera necesita claves pues se descubren fácilmente figuras como Gloria Vanderbilt, Peggy Guggenheim, Jacqueline Kennedy y su hermana Lee Radziwill, su amigo Tennesee Williams y muchos más.

La respuesta: el ostracismo.

Y volvió a refugiarse en el alcohol y las drogas, entrando y saliendo de clínicas de rehabilitación y tratamientos, casi sin amigos; hasta Jack Dunphy, su pareja por más de 30 años, se mantuvo alejado de él. Sólo Joanne Carson lo asistió hasta el final y le dio refugio en su casa en California, donde Truman Capote, el genio, murió entre sus brazos.

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