Gonzalo Valdés Medellín

Para recordar a Hugo Argüelles (1938-2003) en los diez años de su fallecimiento, lo importante es revisitar su legado dramatúrgico, en lo particular y en lo general, la fuerte penetración psicosocial que su teatro dejó y aún hoy da frutos en (y para) el teatro nacional. Así pues, en lo particular, he de confesar que al menos tres de las obras de Hugo Argüelles puestas en escena a finales de los años setenta, principios de los ochenta, me hundieron un colmillo filoso en mi conformación ideológico-estética como joven hombre de teatro. Estas obras fueron, en el orden cronológico en que las vi, El ritual de la salamandra, El cocodrilo solitario del panteón rococó y Los amores criminales de las vampiras Morales. Ya sea por la magnitud de las puestas en escena, ya por la creatividad implícita de los directores, o por el mero flujo dramatúrgico de las historias, indudablemente el teatro de Argüelles tenía mucho qué decirme, como le decía sin duda a un público ávido de verse retratado en el maremágnum de creaturas, imágenes, situaciones, anécdotas e, incluso, moralejas. Recuerdo que fui a ver El ritual de la salamandra en el ya histórico Teatro Arcos Caracol que era como el cenáculo del teatro universitario en aquella época junto con la Casa del Lago. En el Arcos Caracol se habían presentado al menos una cuarteta de obras de importancia decisiva para el andar del teatro universitario: ¿Y con Nausístrata qué? (catapulta del entonces joven actor Humberto Zurita) e In memoriam de Héctor Mendoza; y Yo Celestina, puta vieja e …Y sin embargo se mueve(n), vámonos viniendo juntos, títulos procaces y provocadores que marcaban la tónica de audacia que caracterizaría a un entonces joven director: José Antonio Alcaraz.
Pero yo era un púber estudiante de preparatoria y poco estaba enterado de los alcances e improntas estilísticas y sociohistóricas que creadores escénicos como Mendoza, Alcaraz o Argüelles iban sembrando en la solidificación del teatro universitario. En ese contexto me encontré con la mágica y diestra dirección de Julio Castillo a El cocodrilo solitario del panteón rococó que, en el Teatro Jiménez Rueda, abría un infinito espacio imaginativo que, al menos para los jóvenes de mi generación, era inédito, sobre todo con aquel cocodrilo que se imponía en el escenario, o la espléndida actuación de Miguel Córcega, que me dejaron imágenes que aún viven en mi mente, como viven muchas de las imágenes de El ritual de la salamandra (¡cómo olvidar a Aurorita Cortés cruzando el escenario con el pato que había usado Karol Wojtyla, Papa Juan Pablo II, en su primera visita a México!) o cómo no revivir la emoción estrujante de aquellas escenas candentes encarnadas por una bellísima y diestra Lilia Aragón, acompañada por José Ángel García (el papá de Gael García Bernal) y Carlos Cámara. Si El cocodrilo solitario… fue mi primera confrontación con el sentir de la idiosincrasia mexicana, El ritual de la salamandra —dirigida por Marta Luna en sus mejores tiempos— fue mi primera confrontación con el sentir de la decadencia de la estructura familiar y la farisaica moral católica que a jóvenes disidentes y subversivos como yo, nos jodía la existencia. Y era justamente el teatro escrito por Argüelles el que nos ponía frente a frente a nuestros problemas, que nos orillaba a digerirlos y a tornarlos en fuente pura de autocrítica y de reafirmación de nosotros mismos como una generación nueva que quería romper esquemas, cartabones y derruir las manías de la clase media mexicana, esa clase media contra la que Argüelles pugnaba despiadado en su creación dramatúrgica.
La influencia de Argüelles en mi teatro —yo no lo sabía entonces— fue decisiva. En mis primeros ejercicios dramatúrgicos —instigados por el autodidactismo, primero, y después por mi ingreso en el taller de creación dramatúrgica del maestro Emilio Carballido en la Escuela de Arte Teatral del INBA—, encuentro aún ecos de las atmósferas de El ritual de la salamandra, no pocas convergencias de crítica sociopolítica de El cocodrilo… o un ensayado y re-ensayado humor que aún no podía matizarse de negro (tenía yo 16, 17 años) pero en el que evidentemente no puedo negar que el impacto de aquellas obras de Argüelles había sido categórico en mi formación como escritor. Los amores criminales de las vampiras Morales la recuerdo como un delicioso bocado de humor (negro) en dos actrices magistrales en ese momento, en esa época, en esa obra: Virma González (ya fallecida, y que había tenido un sonado éxito con un monólogo que duró añísimos en cartelera: La educastradora) y Evita Muñoz Chachita, la sempiterna Chachita, la de Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, la niña de Pedro Infante, Blanca Estela Pavón y Carmen Montejo, en esa tríada de cintas ya clásicas del melodrama mexicano dirigidas por Ismael Rodríguez, Virma y Evita, Evita y Virma armaron entonces —dirigidas por Gerald Huillier, en la que quizá sea su única dirección exitosa, nunca así repetida— un dueto histriónico sin precedentes en el teatro mexicano, un auténtico delirio a dúo que nos entregaba a esas perversas y sempiternas hermanas criminales, rebosantes de amor, de humor, de alegoría vital, de alegría escénica, de verdad teatral, la misma verdad esgrimida por Hugo Argüelles en una obra que es al teatro mexicano, lo que Las muertas de Jorge Ibargüengoitia es para la novelística, una obra sin parangón, y sin duda repleta de simbolismos surrealistas, de un profuso conocimiento de la decadencia de la aristocracia mexicana venida a menos y, sobre todo, de la vulnerabilidad del alma femenina (constante ésta en el teatro argüelleano), del reverso del Mal sobre el Bien y viceversa.
Pero las buenas influencias literarias no se descubren sino hasta que han enraizado. Pasarían muchos años para que me diera cuenta de esto y pudiera calibrarlo en toda su potencia. Y ya décadas después de aquellos primeros acercamientos al teatro de Argüelles, pude dirigir, a invitación suya, Los huesos del amor y de la muerte, y me precio de haber entendido el universo claustrofóbico de la pareja de Los huesos del amor y de la muerte, de haber compartido ese sentimiento de encuentro-desencuentro conjugado en los últimos resuellos de dos amantes confinados a la otra vida y sin embargo engarzados eróticamente a ésta, la terrenal. Los huesos del amor y de la muerte significó indudablemente un momento importante en mi realización como director y pude dar a la obra de Argüelles el justo lugar que su bellísima y poética pieza merece. A él, debo señalarlo, la puesta en escena le conmovió muchísimo.
Al celebrarse los primeros diez años del fallecimiento de Hugo Argüelles (murió la tarde del 24 de diciembre de 2003), es justo recordarlo con lo mejor que nos legó. En mi caso, lo he dicho en diferentes ocasiones, me dejó un profundo amor por lo mexicano retratado en su obra desde diferentes ópticas, sobre todo en sus piezas iniciales, Los cuervos están de luto, Los prodigiosos y El tejedor de milagros. Prologué la gran parte de su teatro en diversas ediciones y vi casi todo lo que de él se representó a partir de los años ochenta y hasta su muerte.
Como homosexual combativo y digno, también dejó un legado: el de la lucha a través de la verdad y el talento. Nunca agachó la cabeza ante su condición homosexual, pero tampoco hizo alardes baladíes de la misma. Fue un hombre íntegro que respetó hacia sí mismo y ante la sociedad sus preferencias eróticas y las puso siempre en primer plano, dignificando su postura como creador e intelectual.
Hugo Argüelles fue celebrado el pasado 1 de diciembre en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes con un Homenaje al que me invitó a participar Stasia de la Garza titular de la Coordinación Nacional de Literatura del INBA. Armé un breve programa que titulé Fénix de nuestras humanas cenizas, con escenas de Los gallos salvajes, Escarabajos, La boda negra de las alacranas, Los caracoles amorosos y “El ángel” (de Alfa del Alba). Acompañado por los actores Guillermo Valdez, Miriam Calderón, Arturo Adriano, Alfonso Jusa, Gabriel Hernán, Salvador Becerril, Gabriela Hernández, el saxofonista Alberto Mendoza Bernabé y el bailarín y coreógrafo Eduardo Vangel, así como por el marco otorgado por el multimedia realizado por Erick Tapia Macías, y las profundas valoraciones de los investigadores Jovita Millán y Armín Gómez, rememoramos a Hugo Argüelles, confirmando la vigencia y actualidad de su dramaturgia, pero sobre todo, su humanismo y trascendencia social, siempre presentes en el horizonte de nuestra cultura.
A diez años de su muerte, el maestro Argüelles, su dramaturgia, permanecen vivos.