¡VIVA LA DISCREPANCIA!
Se debe respeto irrestricto a la dignidad
Raúl Jiménez Vázquez
El caso Patishtán es inobjetablemente un faro emblemático ya que a través suyo se revela en toda su crudeza la realidad de un sistema de justicia capaz de imponer y ratificar una pena privativa de libertad de 60 años, no obstante la perpetración de numerosas y gravísimas violaciones a los derechos humanos del acusado, reconocidos en tratados internacionales suscritos por el Estado mexicano.
Si bien lo anterior es perturbador a más no poder, más lo es la circunstancia de que a lo largo de trece años el expediente de la causa penal circuló por las manos de cinco distintas autoridades, incluyendo la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sin que ninguna de ellas hubiese advertido tales anomalías. ¿Qué hizo posible que una cadena gubernamental integrada por un ministerio público y cuatro tribunales se mostrara tan grotescamente incompetente para descubrir lo obvio, esto es, que se estaba en presencia de la fabricación de un culpable?
Algunas hipótesis podrían esbozarse a este respecto. Una de ella estaría apuntalada por la idea central de que lo que falló fue el mecanismo del check and balance que subyace en el diseño estructural del modelo tradicional de la justicia penal, según el cual las autoridades ubicadas en el eslabón posterior deben fungir como órganos de revisión y garantía de la mesura del ejercicio de los poderes inherentes a las autoridades situadas en el eslabón precedente.
Una explicación alternativa sugeriría que Patishtán cayó en las garras de una maquinaria burocrática sustentada en la lógica de lo instrumental y operada por individuos que se limitan a cumplir funciones en forma mecánica, sin darse cuenta que lo que está en juego es, ni más ni menos, el destino y proyecto de vida de seres humanos de carne y hueso.
Esto último conduce al escenario en verdad inquietante de funcionarios insensibles, carentes de empatía, impedidos emocional y existencialmente para ponerse en los zapatos del otro, incapaces de preguntarse cómo querrían ser ellos tratados si fuesen injustamente acusados. De acuerdo con este enfoque, el solapamiento ministerial y judicial de la aberrante práctica de la fabricación de culpables es espejo fiel de la patología extrema de la deshumanización a la que se refirió la filósofa alemana Hanna Arendt en su brillante libro Eichmann en Jerusalen.
Por todo ello es imperioso promover la humanización de la justicia penal e imprimirle un giro estratégico centrado en la otredad, el respeto irrestricto a la dignidad y los derechos del otro, la capacidad de ver su rostro y sentir en lo más recóndito de la condición humana su reclamo, su angustia, su dolor. Sólo con un cambio cultural de esta magnitud podremos aspirar a que no haya más inocentes purgando condenas por delitos que no cometieron y que las autoridades dicten sus resoluciones apegándose rigurosamente a la elemental gramática de lo humano.
