Carlos Olivares Baró
Circula en librerías —fue presentado en la 27 Feria Internacional del Libro de Guadalajara—, El cerebro de mi hermano (Seix Barral, 2013), del editor, periodista y narrador Rafael Pérez Gay (México, 1957): crónica de los últimos años de vida del ensayista, profesor, filósofo, traductor, diplomático, novelista e investigador, José María Perez Gay (1943-2013). Sumario del dolor de una familia frente a la enfermedad degenerativa de un ser querido. Historia de una hermandad tejida en el amor y entusiasmos contiguos en la que los libros y la literatura protagonizaron una ronda de diálogo perpetuo.
Deliberación desnuda y sucinta de contingentes gestos humanos donde el padecimiento y la muerte interponen su presencia ineludible. El cerebro de mi hermano o un mapa desbordado de signos oscuros: la memoria desentrañando el misterio borrascoso de la caída.
El autor de Nos acompañan los muertos me recibió en el domicilio de la Editorial Cal y Arena: Cuautla 10, Colonia Condesa. Los árboles arropan el silencio de una calle circundada por el sosiego. Dos niños lanzaban una pelota a la quietud de la brisa. A raíz de la publicación de El cerebro de mi hermano nació esta entrevista, la cual ponemos a disposición de los lectores de La Cultura en México, de Siempre!
—“La historia que quiero contar es muy personal”, advierte el narrador de El Cerebro de mi hermano en las páginas iniciales. Por qué el relator llama a este texto, que oscila entre la crónica y el esbozo de novela, informe?
—Sí, es cierto, el narrador comenta que lo que pretende contar es muy personal y agrega que “al mismo tiempo está hecha de la fina trama a la que los médicos se enfrentaran una, varias veces a lo largo de su profesión: la enfermedad incurable”; Borges, en la presentación de Fervor de Buenos Aires, escribe: “Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos”. Quizá de ahí nace la intención de este libro. Texto anfibio: por momentos, crónica; por momentos, episodio narrativo que apunta hacia una resolución novelística. Por eso el narrador ha preferido llamarlo informe, para permitirse cierta actitud seca y directa: referir con objetividad los incidentes que tienen que ver con “historias clínicas y diagnósticos médicos”.
—Retrato de José María Pérez Gay, pero también presencia de los temores y las angustias de una familia frente a la presencia inevitable de la muerte de un ser querido.
—Correcto. El narrador menciona: “Aquel tiempo feliz en el cual la adversidad no se atrevía con nosotros”. Pero, la muerte tiene la costumbre de asediar: te busca o busca a un ser querido. Te das cuenta de que la muerte no descansa nunca, y eso revela al enfermo, y a la familia y amigos que lo acompañan, que somos finitos, que en el transcurrir del tiempo estamos condenados a desaparecer. Eso ocasiona angustia, miedo, dolor… Asuntos recurrentes en la trama de El cerebro de mi hermano.
—Extraigo del libro estas frases: “El destino juega a los dados con nuestros sueños”; “Mi hermano estuvo a la altura de su destino”; “… el destino es el lugar donde está ocurriendo la vida”. Hay una argumentación, presente en todo el libro, inspirada en Heráclito. ¿Puedes abundar sobre ese propósito metafísico?
—Mientras escribía y me enfrentaba a la muerte de mi hermano, me pregunté muchas veces sobre el destino, palabra que en mi juventud no le di importancia. Por qué unos se enferman y otros no; por qué unos se van antes y otros después… La palabra destino existe y es precisamente, como especula el narrador, donde ocurre la vida. Como bien dice Flaubert: “uno debe estar a la altura de su destino”.
—Cito a Quevedo: “Soy un fue, y un será, y un es cansado”. La enfermedad de tu hermano como ese es cansado quevediano?
—Sí, sin dudas, la enfermedad es el es cansado. Mi hermano fue un ferviente lector de Quevedo. En los viajes que hacíamos juntos yo siempre cargaba con las Obras Completas, de Quevedo, las cuales él me pedía en las noches para llevárselas a su habitación: yo protestaba diciéndole: “Yo traje a mi Quevedo, ¿por qué no trajiste el tuyo?”. Muchas veces leíamos juntos al autor de los Poemas metafísicos y morales. No olvidar a Susan Sontag cuando refiere esos dos pasaportes que recibimos al nacer: el de la vida y el de la enfermedad —siempre digo que tiene tapa negra—, el es cansado que tú citas con pertinencia.
—El humor ronda en muchas páginas del libro. Tu hermano ríe con frecuencia a pesar de la gravedad de su enfermedad. ¿Hermandad sostenida por el humor?
—El buen humor fue siempre un vaso comunicante fundamental en nuestra relación, un modo de ver la vida. Cuando el humor se ejerce contra uno mismo, se conforma un sentido de existencia muy certero y realista. Su amigo Héctor Aguilar Camín ha dicho que siempre lo recordará riendo. La risa, el sentido del humor de mi hermano retumba más alla de su ausencia.
—¿Secuela de Nos acompañan los muertos? Reflujos de El libro de mi madre, de Cohen, Reflexiones sobre morir y vivir, de Mark C. Taylor, o de Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz?
—Yo creo que sí, Nos acompañan los muertos está presente y también el libro de Taylor. Agrego: La invención de la soledad, de Auster, y, por supuesto, ese gran libro de Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Me gustaría mencionar unos textos determinantes de Alice Munro: el “Finale” de Mi vida querida; y Nada que temer, de Barnes. “Autoficción” le llaman los españoles: he escrito una autoficción íntima donde muchos lectores se pueden ver reflejados de manera general.
—“Nos separó la política”, confiesa el narrador. La figura de López Obrador, y tu hermano como figura activa en la campaña presidencial de 2006. ¿Eso fue factor de discordia entre ambos?
—A partir de 2006, mi hermano se desveló como un político profesional. El objetivo de la política es alcanzar el poder. Yo no conocía a mi hermano con esas cualidades, sostuvimos muchas discusiones. Siempre lo vi más competente para la cátedra universitaria, la reflexión filosófica y la literatura. Nos separó la política, es cierto. Vi que se perdían sus sueños literarios. Le dije muchas veces que López Obrador era un conservador de izquierda, un mal perdedor. Nos reencontrarnos años después y decidimos retomar nuestra relación intelectual, pero ya era demasiado tarde: la enfermedad se había interpuesto. De todas maneras, nuestra hermandad siempre fue a prueba de balas.
—Albert Cohen escribió: “Llorar a la madre es llorar la infancia”. ¿Qué es llorar al hermano?
—Es llorar los sueños cumplidos y los incumplidos. Para mí, la hermandad son dos niños jugando a ser eternos. Llorar al hermano es llorar los sueños y las ilusiones. Cuando mueren los padres nos quedamos huérfanos: cuando muere el hermano nos quedamos desamparados.
—Texto bordado con cierta quietud. No lo veo como una catarsis, al contrario, su tono es de total sosiego. ¿Lo dijiste todo en este libro?
—Yo quise trazar un retrato, hacer una exploración ante la enfermedad y la cercanía de la muerte de Pepe. Me di cuenta que estaba haciendo un retrato de mí mismo en el proceso de una escritura dolorosa y necesaria. Después de la vida no hay vida, después de la vida sólo hay otra vida que se llama memoria: ese es el lugar donde fui asentando esos recuerdos, esos días difíciles y apremiantes marcados por el sufrimiento. Imágenes cordiales de mi hermano mayor. Necesitaba escribirlo así: breve e intenso a la vez, quizás con apresuramiento pero también con distancia y pausas empalmadas con la concordia. Testimonio de una época, una familia, una hermandad: exploración de la enfermedad y la muerte como finitud.


