Jaime Septién
(Primera de dos partes)
Llegan las fiestas de diciembre y de fin de año, de Reyes y la cuesta de enero. Llega el gran espectáculo del consumo. Y la pregunta que nos hacemos, invariablemente, es cómo defendernos de esta avalancha consumista que nos ahoga, que ocupa recursos para expresar cariño y que nos deja sin resuello para iniciar el siguiente año. Todos necesitamos consumir. La familia autosuficiente se ha ido perdiendo en las brumas del pasado. Pero, de pronto, se convierte en una gran promesa de cambio. En múltiples publicaciones se llama a “hacerlo” uno mismo. La gran autopista de la información, da la pauta hoy para poder resucitar el pasado. Verse uno al otro, comparar uno la actividad con el otro, investigar pros y contras de productos y servicios, hacer pan en casa, cultivar huertos verticales…, no depender más ni del Estado ni del Mercado: un grandísimo avance hacia atrás, hacia los buenos viejos tiempos en los que se sabía con alguna soltura el valor de todo y el precio de nada. Sé que es un dejo de pensamiento romántico el que me acaba de asaltar. La fealdad de la desilusión democrática por la que atraviesa el Occidente del hiperconsumo, me empuja a dibujar el rostro de la nueva ciudadanía enlazada a la antigua familia; una ciudadanía asociada, que repite el “no pasarán”, pero a los ejércitos de las desgracias colectivas, de los problemas comunes, del aislacionismo que quiere generar el sistema llamado del neoliberalismo en su versión salvaje. Una ciudadanía que repita el gesto del gran Sócrates, quien en alguna ocasión se paró frente a un puesto de baratijas en Atenas del siglo quinto antes de Cristo y tras ser achuchado por la vendedora por estar ahí de baquetón sin comprar nada, se alejó del mercadillo diciendo estas palabras inmortales (y que deberían ser el santo y seña del nuevo consumidor, del nuevo ciudadano, del demócrata radical): “¡Cuántas cosas hay aquí que no necesito!”. Hay que recordar que los medios de comunicación son empresas definidas bajo estructuras de rentabilidad financiera. No pueden estar en contra de la lógica del “progreso”, porque es la lógica de los anunciantes, patrocinadores y la que se tiene que imbuir en el público. La lógica del progreso minimiza al hombre, a los bienes de la cultura y a la naturaleza misma. Vuelve superfluo lo necesario y necesario lo superfluo. La centralidad del sujeto se ha desplazado hacia la centralidad del objeto. Y como se sabe, el objeto es usable. Lo que se usa, también se tira. Contra esa corriente hay que trabajar en familia, en comunidad, en pequeños grupos de barrio, en la escuela, en la vecindad, en el café o en la banqueta. Es necesaria una acción de independencia, antes de que el tsunami publicitario termina por convertirnos a nosotros mismos en objetos de mercado.


