Los tiempos han cambiado
Humberto Musacchio
Se decía hasta hace poco que alguien era político si mostraba capacidad para convencer, ganar algo o desbancar a alguien con formas elegantes, con un lenguaje que podía ser afilado, pero nunca grueso, pues las palabrotas se dejaban para la pulquería, el burdel, el espacio ruin.
Por supuesto, en la política nunca han faltado exabruptos, especialmente en la posrevolución, cuando no pocos diputados y senadores llegaban empistolados a la curul o al escaño y más de una vez acabaron la discusión a balazos. Esa actitud bronca halló en Gonzalo N. Santos a su paladín, su apóstol.
Pero la revolución se institucionalizó y los políticos se aficionaron a los buenos trajes, a los restaurantes de postín y a los vinos de cosecha memorable. Llegó, pues, la civilidad a su alma atormentada y, aunque nunca se fue del todo la incontinencia verbal y algún otro exceso, la vida pública transcurrió por caminos más tranquilos.
En tratándose de féminas el asunto iba más lejos. Llegadas hace apenas seis décadas al mundo de la política, cuando los señores les concedieron el derecho al voto, su presencia en la Cámara de Diputados a partir de 1955 y del Senado desde 1964 obligó a nuestros parlamentarios a manejarse en forma morigerada, a contenerse.
Pero los tiempos han cambiado, los jóvenes de hoy suelen intercalar en la conversación con sus padres y profesores el infaltable “no, güey”, damitas hay que expelen los pinches y chingaos como infaltables sustitutos de otros términos y, al parecer, en su boca nada queda de las dulzuras que endulzaron a los poetas.
Por ejemplo, doña Elisa Ayón o Lady Panteones, la hoy destituida regidora priista de Guadalajara, al enterarse de que sus colaboradores se la habían llevado al baile con las mordidas, autocríticamente les espetó: “Jamás —les dijo— voy a ser una mujer malagradecida. Lo que sí soy es una hija de la chingada. Y vengo a decirles: como quieran, a putazos, a huevazos, a balazos, a mamadas, como quieran…”
En ese contexto, nada tiene de raro que una senadora de la república, desde la más alta tribuna de la nación, haya espetado a sus colegas del PRI y del PAN este florilegio: “Privaticen los sueños, privaticen la ley, privaticen la justicia, pero si quieren que realmente haya una privatización a fondo, vayan y privaticen a la puta madre que los parió”.
Y ya puestos en plan de privatizarlo todo, hay que legislar para que se privaticen las leperadas, para que sólo les toquen a los privatizadores, diría doña Layda. Total, si ni siquiera son propiedad de la nación…