Irma Gallo
Quizá porque su novela Las batallas en el desierto narraba una historia que nos conmueve hasta los huesos: la de un amor imposible entre un niño y una mujer adulta, o por lo mucho que amó a la Ciudad de México y la describió con pasión, o por sus poemas profundos, intensos, que herían sin necesidad de recovecos eruditos de esos que nadie entiende, o tal vez porque en sus apariciones en público le gustaba hacer gala de su exquisito sentido del humor, señal de su puntual inteligencia, lo cierto es que los jóvenes adoraban a José Emilio Pacheco. Se congregaban en donde quiera que se anunciara su presencia, ya cansado, ya casi siempre en silla de ruedas, pero que se emocionaba profundamente con ellos, sus lectores, y respondía con paciencia, con gusto, más allá, con alegría, todas sus preguntas.
El autor de Los días que no se nombran nació el 30 de junio de 1939 en la Ciudad de México, por lo que vivió su infancia en los mismos años (y probablemente en los mismos lugares) que su entrañable personaje de Las batallas en el desierto, Carlos. Murió un domingo frío, el 26 de enero de 2014, en esta misma ciudad sobre la que tanto escribió.
Había ingresado al hospital de Nutrición Salvador Zurbirán la tarde del sábado. Las primeras informaciones eran contradictorias: que se había golpeado la cabeza, que no, que simplemente se había dormido y no había despertado, que estaba en terapia intensiva, que no… De tanto en tanto, su hija, la también escritora Laura Emilia Pacheco salía a decirle a los periodistas que se reunieron afuera del nosocomio que el estado de salud de su padre era estable. “Si pudiera, les pediría perdón por haber arruinado su domingo”, remataba con algo parecido a una sonrisa.
Pero las horas pasaban y no había más noticias. Todavía a las 4:30 de la tarde del domingo, El Universal reportaba que el estado de salud del periodista y poeta seguía estable. Sin embargo, apenas un par de horas después, Laura Emilia anunció lo que nadie querría haber escuchado: que su padre había muerto a las 6:20 de la tarde.
El Colegio Nacional, al que el autor de Morirás lejos ingresó como miembro el 10 de julio de 1986, fue la sede que su familia (su esposa Cristina y sus hijas) eligió para rendirle homenaje.
Cerca de las 11:30 de la mañana llegó la carroza fúnebre por la puerta de Luis González Obregón. El sobrio ataúd de madera fue recibido por Laura Emilia y su pareja, el crítico literario Fernando García Ramírez.
Los restos de José Emilio Pacheco descansaron cerca de veinte minutos en un patio rodeado por naranjos de frutos maduros, mientras amigos como Elena Poniatowska, Silvia Molina, Marcelo Uribe, su editor en Era y la directora del INBA, María Cristina García Zepeda, acompañaban a los familiares. Poco después llegó su viuda, la periodista Cristina Pacheco.
Una vez que el féretro fue transportado al Aula Mayor, la autora de la columna semanal Mar de historias accedió a conversar unos minutos con la prensa. A pesar del primer enojo que le provocaron los apretujones, las cámaras y las grabadoras prácticamente encima de su rostro, respondió a las preguntas de los reporteros. Dijo que habían elegido El Colegio Nacional como sede para el homenaje porque era un lugar muy especial para José Emilio; le gustaba venir y dar conferencias “y todo tipo de gente venía a escucharlo, hasta señoras con bolsas del mandado que se disculpaban por haber llegado tarde, gente de la calle y jóvenes, muchos jóvenes”.
Luego, con la voz quebrada y los ojos húmedos, habló de los últimos momentos de su compañero: “Consultamos a dos neurocirujanos y los dos coincidieron en algo terrible pero para mí muy claro: la hemorragia era tal, que la operación no iba a resultar bien. Hay 95 por ciento de posibilidades de que quede en estado vegetativo… Jamás le hubiera hecho yo a José Emilio semejante cosa. Ni siquiera a cambio de tenerlo en mi casa y poder tocarle la mano. Nunca hubiera querido ver convertido en un vegetal a una persona que no podría hacer lo que más amaba en la vida, que era leer, escribir y caminar”.
Durante su larga trayectoria, José Emilio Pacheco escribió cerca de treinta libros, en los géneros de novela, relato, poema y ensayo. También fue traductor de autores como Oscar Wilde, T. S. Elliot, Samuel Beckett y Tennessee Williams, entre otros. Se le considera parte de la Generación de los cincuenta o del Medio Siglo, junto con Enrique Lizalde, Sergio Pitol, Salvador Elizondo y Juan García Ponce, entre otros.
Con la presencia de amigos, funcionarios públicos, colegas, lectores y por supuesto, sus hijas y su viuda, el ganador del Premio Cervantes y del Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en el 2009, recibió un breve pero emotivo homenaje en el que el único orador fue el historiador Enrique Krauze, quien con voz un tanto temblorosa lo describió como “uno de los más altos humanistas de nuestra época”.