Eusebio Ruvalcaba

Para Mariana Salido

No hay necesidad de amar. Uno se puede pasar la vida sin amar, como una nube que cambia de forma ante nuestros ojos y que nadie la ama porque de su belleza sólo van quedando jirones. Amamos más entre más se nos cierran las puertas del amor. Entonces se requiere un juego de llaves que nos permita abrir aquel corazón cerrado a cal y canto. No hay corazón que se resista al amor cuando la llave está lo suficientemente adiestrada. En otras palabras, no hay corazón que se resista a la llave del concierto para violín de Chaikovski.
¿Alguno de ustedes ha hecho la prueba? Pues qué esperan. Fíjense qué fácil. Lo primero es citar a la persona amada en la casa, el automóvil, en la oficina, a pasar cinco minutos a solas donde se pueda. Enseguida, tomar su mano y pedirle que se concentre en lo que está por escuchar. Son las palabras del amor vueltas música. Exactamente las palabras que uno no puede decir. La vida plantea muchas veces esa alternativa: decir lo correcto (¿y alguien sabe qué es lo correcto, verdad que no?) o quedarse callado para siempre. Y creo que el ser amado entiende ese silencio como una bendición. Ese ser amado sabe que en aquel silencio radica el amor inefable, el sentimiento que no es posible expresar. Porque no existe un modo verbal de decirlo (aun en el caso de que nos aprendamos de memoria lo que fulano le dice a zutano en nuestra película romántica favorita; y tampoco va a resultar porque se va a oír falso, tan falso como la declaración de una jirafa a una hormiga).
Para eso se hizo la música.
Y para eso se hizo este concierto para violín de Chaikovski.
Mi versión de Zino Francescatti se la he prestado a varios tipos desesperados. De pronto llegan a casa hechos un guiñapo, llorando lágrimas de sangre, a un paso de la más devastadora desolación, y, luego de escuchar su corazón hecho una jerga apestosa y deshilachada, les suplico que guarden silencio y escuchen lo que voy a ponerles. “Es el concierto de Chaikovski”, les digo, “y es el único remedio de que aquella coraza femenina afloje su orgullo”, les aseguro. Entonces sucede lo que tiene que suceder. Escuchan el concierto en una especie de arrobamiento, de éxtasis dionisiaco, y salen convencidos de que tengo la razón.
Porque no es cualquier cosa oír este concierto —y conste que puede ser la versión de Francescatti, de Uto Ughi, de Heifetz, de Nigel Kennedy, de Oistrakh, de Perlman—, no es cualquier cosa llamar a las cosas por su nombre cuando de música se trata. Viene un recuerdo a mi mente. En cierta ocasión, una amiga —cuyo nombre no voy a decir por delicadeza— se presentó a las puertas de mi casa. Venía en el último grado de la depresión. No es personal, decía, o eso creí escuchar, sino químico. Esta depresión se va con su antídoto, pero no lo tengo a la mano. Yo la invité a pasar y le dije que no había nada que hablar, que cualquier cosa que dijéramos era un tiro fallido. Pero que en cambio podíamos oír música. Estuvo de acuerdo, y le puse el concierto de Chaikovski. Guau. Hubieran visto el cambio en su mirada, de ser una expresión que rayaba en la melancolía más inescrutable, poco a poco se fue transformando en una fuente de luz y alegría. Chaikovski la llevaba de aquí para allá, en una suerte de rueda de la fortuna del optimismo. Se quiere suicidar, me dije yo. Pero nada de eso. Era un ser vivo, intenso, que volvía a la vida por efecto de la música.

Discografía
Cómo no sentirse transportado por la versión de Mischa Elman con John Barbirolli en London, o la de Heifetz con el mismo Barbirolli. En fin, la que sea pero no debe faltar en casa. Si queremos vivir un día más. En última instancia, se trata de un remedio casero.