Pedro Palou

Tanto escribió José Emilio Pacheco sobre lo efímero, lo pasajero, lo que ya nos dejó del todo que cualquier texto sobre su partida parece una burda coda a un libro infinito, el suyo, sobre la devastación de la pérdida: de la ciudad, de la infancia, del amor. Como la novela de Balzac la obra toda de nuestro gran poeta podría titularse Ilusiones perdidas. Así en la que ha sido la más leída de sus libros, Las batallas en el desierto como en Morirás Lejos o en los poemas infinitamente reescritos de No me preguntes cómo pasa el tiempo. No puedo escribir de él en pasado, me lo impide la claridad de su presencia, las pláticas alrededor de la literatura y la vida, para él indisolublemente ligadas. Sin su presencia quizá nunca hubiese publicado mi primera novela, que él mismo llevó al Fondo de Cultura y elogiosamente comentó en uno de sus Inventarios (alguien debería hacer con esa impresionante obra de periodismo cultural una serie de volúmenes como los que él dedicó a la recopilación de las crónicas de Salvador Novo, por cierto).
A José Emilio Pacheco mi generación lo leyó en la adolescencia. De esas lecturas primigenias donde ya estaba el asombro por la perfección moral, la disección de la miseria, el resquebrajamiento del tiempo, le han seguido muchas lecturas posteriores. Acabo de escribir sobre Las batallas… para un coloquio en Santa Bárbara y descubrí muchísimas cosas que desconocía de esa novela que habré leído ya unas diez veces. Hay poemas enteros que me sé de memoria y que me sirvieron para transitar los años difíciles de los amores no correspondidos y la temprana juventud pero que ahora visito al acercarme a los cincuenta años. Es cierto que han cambiado, porque el propio José Emilio los ha reescrito, pero no cotejo versiones, mi pasión es leerlos al azar: la primera edición, la nueva versión, como si fueran dos o tres poemas distintos.
Hablamos muchas veces y siempre me maravilló su presencia, al mismo tiempo sencilla y afable y erudita e inmemorial, como pruebas sus Aproximaciones, ese libro que tardó cincuenta años en traducir con la poesía desde los epigramas de Marcial hasta los Haikús más variados. Un día me dijo, por ejemplo, que acababa de descubrir un poema veracruzano del siglo XIX que probaba que Richy Valens no había sido el escritor original de La Bamba. Otra ocasión, en Cartagena de Indias, en el aeropuerto de regreso conversamos sobre su novela infinita sobre la guerra cristera, que nunca publicó y que la leyenda urbana afirma que alcanza las tres mil páginas. “No es cierto”, me dijo: “Nunca encontré el centro de ese libro que se ha vuelto imposible. No tengo talento de novelista”. Cuando algún proyecto se frustraba aducía con verdadera y sincera humildad —incluso con candor, por qué no decirlo—, su falta de capacidad o de talento. Sus agradecidos lectores opinamos distinto. Cultivó todos los géneros
—incluso el teatro, en la juventud, aunque nunca publicó o montó nada. Fue nuestro último hombre de letras, como antes Alfonso Reyes. Lo sabía todo, lo leía todo, lo recordaba todo. Era suya una curiosidad infantil, casi obsesiva, por los temas que lo atañían. En una ocasión, en Liber (una espantosa feria para librerios) en Barcelona el organizador de los eventos culturales era un rumano. La feria, curiosamente, dedicada a México. El promotor en cuestión le pidió a José Emilio que no leyera poemas suyos y que, por favor, no hablara de sí mismo (lo que muestra su desconocimiento absoluto de José Emilio Pacheco) y le sugirió que hablase de López Velarde. “Usted es un desconocido en España”. ¿Qué habrá pensado este mismo personaje cuando le dieron el Reina Sofía y el Cervantes a el que entonces ya era nuestro máximo poeta vivo? José Emilio no se inmutó y dio una brillante charla sobre el autor de “Suave Patria”. Por la tarde lo acompañé a la Librería Central, donde comprobó que estaban seis de sus treinta libros. “Este hombre debería ir por las librerías”, se limitó a decir al tiempo que nos tomábamos un cortado. En esa feria, por cierto, la hoguera de las vanidades de los otros escritores, verdaderamente desconocidos en España hizo que la figura de Pacheco se volviese más entrañable aún para los asistentes a las pláticas y lecturas. En Gijón más de mil quinientas personas escucharon sus poemas después de la media noche.
Se repetirá muchas veces que era generoso, que era un gran hombre, que es, en presente, uno de los grandes escritores del español del siglo XX. Todas esas son verdades que nunca, en su caso, serán lugares comunes. No son producto del obituario. Ningún poeta mexicano es tan querido, como muestran las redes sociales apenas a dos días de fallecido. Y no se cumplirá su adagio: no lo olvidaremos, su poesía durará en todos nosotros que volveremos a ella. Lo que sí es irreparable es que se ha ido el amigo, el ser humano y su mirada descarnada y lúcida sobre nuestro ramplón presente. Estamos huérfanos, necesitados, no sabemos qué hacer sin ti, José Emilio. Te extrañaremos y no bastarán las lágrimas para nuestro consuelo.