Martín Solares

Cuando uno se encuentra ante una muestra de la gran literatura todo lo demás pierde importancia, porque parece que presenciamos un milagro. La primera vez que supe de José Emilio Pacheco fue en un ejemplar de la revista Proceso: el adolescente que fui hojeaba esa revista por algún escándalo nacional cuando, de repente, sin aviso previo, una columna que recibía el nombre de “Inventario” anunciaba “Cuatro poemas de Joseph Brodsky”. Para mi sorpresa, esos textos, a pesar de haber sido escritos en un idioma extranjero relucían en un español deslumbrante y poderoso, todo sabiduría y seguridad, y parecían dirigirse en privado a un lector tampiqueño. La revista no incluía ninguna información adicional sobre el poeta, salvo tres iniciales minúsculas, en el extremo inferior de la página: JEP. El librero me miró de reojo y dijo, sin soltar el libro que tenía entre manos: El traductor es José Emilio Pacheco. Tardé en comprender que con esa firma modesta el autor en realidad compartía un enorme testimonio: lo importante es la literatura y los editores o traductores debemos ser transparentes ante ella.
A partir de entonces leí todo lo que pude del tal José Emilio Pacheco, siempre con asombro y voracidad crecientes, y en cada ocasión en que necesito hablar en serio con un escritor a través de sus escritos, tomo sin dudar un libro de poemas de José Emilio Pacheco y me voy a un sillón. Durante la pasada FIL de Guadalajara un solo libro me acompañó en los extraños ratos de ocio: El silencio de la luna, en la bella edición reciente de Era. Cada vez que me hartaba de tantas voces huía a la habitación del hotel y me reconciliaba con el mundo y con la literatura a través de la voz de Pacheco, admirable y resonante como la de un clásico. El día de su muerte no pude hacer otra cosa, y un día después releí Las batallas en el desierto, donde siempre me ocurre algo raro: me identifico tanto con el protagonista que se me olvida que se llama Carlitos y que no es uno de nosotros, sus agradecidos lectores.
Con la modestia de su firma, con la ambición de los grandes temas que examinó y que en manos de cualquier otro autor hubieran sonado fallidos o ridículos, con la certeza de sus cuentos y la generosidad que demostró incluso en sus traducciones y artículos periodísticos, la de José Emilio Pacheco —el gran JEP— es una lección constante de humanismo y gran literatura. Y ahora está más viva que nunca.