Bernardo Gonzalez Solano
En 26 días se inaugurarán los XXII Juegos Olímpicos de Invierno (JOI) en Sochi, famoso balneario ruso desde el tiempo de “Papá” José Stalin, situada a orillas del Mar Negro. Previstos del martes 7 al jueves 23 de febrero y seguidos del viernes 7 al domingo 16 de marzo por los Juegos Paralímpicos, reunirán aproximadamente 6,000 atletas que competirán en siete deportes: ski, trineo, patinaje, bobsleigh (o bob, deporte que junto al luge y el skeleton representan distintas modalidades de descenso en trineo), hockey sobre hielo, biatlón y curling. En principio, los JOI son únicamente un evento deportivo.
Pero, en esta ocasión –como en otros casos–, son una alta apuesta política que se enfrenta con la brutalidad del terrorismo caucásico capaz de cometer cualquier ataque que empañe o logre suspender tan publicitado evento deportivo.
Los JOI de Sochi representan, antes que nada, la voluntad de un personaje: el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Vladimirovich Putin (San Petesburgo, 7 de octubre de 1952), ex miembro y teniente coronel del KGB y exdirector del Servicio Federal de Seguridad (FSB) antes de asumir la presidencia rusa, que desplegó toda su energía desde que se depositó la petición de Moscú para celebrar los JOI en 2005. Para el jefe del Kremlin, Sochi 2014 es el “más grande evento de la historia postsoviética”, es decir después de la caída de la Unión de República Soviéticas Socialistas (URSS), en 1991. De tal suerte, Putin ha enfilado al país en una ofensiva de gran amplitud para organizar eventos deportivos internacionales, entre los campeonatos mundiales de atletismo –que tuvieron lugar en Moscú en agosto de 2013– y la apoteosis del Mundial de Fútbol en 2018. Rusia no estaba en primera línea mundial desde los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980, boicoteados por Estados Unidos de América y una cincuentena de países occidentales debido a la intervención soviética en Afganistán.
El empeño de Putin para que Rusia desempeñe un primer papel en el escenario global se enfrenta a dos impedimentos: la elevación de costos y la corrupción, mal endémico ruso. La edición Sochi 2014 ya entró en la historia como la más onerosa de los JO de invierno y de otoño. Su costo sobrepasa los 36,000 millones de euros y algunos afirman que superará 50,000 millones de dólares, casi tres veces más que las Olimpiadas de Londres; por el momento, cinco veces más del presupuesto inicialmente anunciado. A título de comparación, la inversión global de los JOI de Vancouver, en 2010, fue de 1,400 millones de euros. El récord lo marcó, en 2008, Pekín en las Olimpiadas: 26,000 millones de euros.
Dos miembros del partido de oposición Solidarnost, Boris Nemtsov, ex primer ministro de Boris Yeltsin, originario de Sochi, y Leonid Martynyunk, denunciaron, en un informe hecho público en mayo último, la “gran estafa” que eran estos juegos, acusando a Vladimir Putin y a los empresarios de su círculo más cercano de haber malversado 20,000 millones de euros. “Los Juegos Olímpicos son un proyecto personal para Putin, y es claro que los que robaron el dinero son los más próximos del mismo Putin”, escribieron ambos denunciantes, afirmando que la concesión de la mayoría de los contratos se hicieron sin licitación. Entre los personajes sospechosos de haberse enriquecido figura el multimillonario Arkadi Rotenberg, amigo de la infancia de Putin, cuya sociedad de ingeniería civil, Mostorest, recibió los principales contratos de equipamiento. Estas acusaciones fueron precedidas en febrero del año pasado de una crisis en el seno del comité olímpico ruso, su vicepresidente, Akhmed Bilalov, fue destituido después de ser humillado por Vladimir Putin. Ahora es objeto de una investigación criminal por “gastos infundados”. Se refugió en Alemania y afirmó que trataron de envenenarlo con mercurio.
En tales circunstancias, a fines del año 2013 (29 y 30 de diciembre), en menos de 24 horas, la industrial ciudad rusa de Volgogrado (la antigua e histórica Stalingrado, donde tuvo lugar el más brutal asedio nazi en la Segunda Guerra Mundial), se tiñó de sangre por sendos ataques terroristas que provocaron más de 30 muertos y decenas de heridos, la mayoría graves. En ese momento faltaban apenas 40 días para los JOI de Sochi. Los dos atentados fueron causados por terroristas suicidas en una urbe situada apenas a 650 kilómetros de la sede olímpica. El estallido de las cargas de TNT tuvieron como blanco el sistema de transportes de la localidad, primero en la importante estación ferroviaria y el segundo en un trolebús que prácticamente quedó destrozado.
No hay duda que estos y anteriores atentados son un desafío a Putin que busca convertir a Sochi en un escaparate de su poderío. Por eso, aunque el balneario sede de los JOI está blindado desde hace varias semanas, los terroristas atacan en otros puntos menos protegidos. Todo mundo coincide en la autoría de los brutales actos; se apuntan terroristas islámicos procedentes de las cercanas repúblicas autónomas del Cáucaso: Ingushetia (los grupos islámicos han incrementado las acciones terroristas desde 2009); Kabardino-Balkaria; Abjasia, Osetia del Norte (terroristas chechenos atacaron en 2004 varias escuelas causando 334 muertos, 186 niños); Osetia del Sur; Chechenia (el presidente Ramzán Kadirov, gobierna con mano de hierro apoyado por grupos paramilitares); y Daguestán, donde las milicias islamistas, aliadas con los chechenos han declarado la sharia en algunas regiones.
Uno de los principales líderes, el checheno Doku Umárov, veterano guerrillero que luchó en las dos guerras de Chechenia contra Rusia y que en 2006 fue proclamado presidente de la república separatista de Ichkeria, al siguiente año dimitió del cargo y anunció la creación del Emirato del Cáucaso, con él como autoproclamado jefe máximo. Umárov se ha declarado responsable de varios de los más sangrientos ataques terroristas de Rusia, sobre todo de los del Metro de Moscú, con 39 muertos en marzo de 2010 y el del aeropuerto internacional de Domodédovo en enero de 2011.
En julio último, Doku hizo un llamamiento para “impedir por todos los medios” el desarrollo de los Juegos Olímpicos. “La guerra llegará s sus calles” previno el “emir caucásico” a los rusos, apoyado ahora por organizaciones ligadas a Al Qaeda, abandonando la causa independendista por la yihad (guerra santa) contra Moscú.
En su momento, Alexander Tkatchev, gobernador de la región de Krasnsodar, pidió formar “brigadas de intervención”, compuestas por policías, cosacos (grupos paramilitares) y voluntarios, para “limpiar” las calles de Sochi. Las comunicaciones –telefónicas o electrónicas– serán estrechamente vigiladas por el sistema Sorm del FSB, cuya eficacia intrusiva (vigilancia ilegal) no tiene nada que envidiar al sistema PRISM de la NSA de Estados Unidos. Por otra parte, el dispositivo de seguridad en Sochi prevé la movilización de 37,000 policías, además de fuerzas del ejército.
El Cáucaso ruso es una región de mayoría musulmana que ha permanecido como una zona rebelde, dispuesta a aprovecharse de la menor debilidad del Kremlin. Es llamado el “polvorín de Rusia“, no solo por su natural rebeldía hacia el centro de poder moscovita, sino porque en él conviven decenas de grupos étnicos históricamente enfrentados entre sí, por lo que siempre está latente el peligro de que exploten conflictos locales.
Por ejemplo, Daguestán –de donde era originaria la suicida (“viuda negra”, llamadas así por haber perdido un pariente cercano en la lucha separatista– Oksana Aslánova que causó la explosión en la estación ferroviaria de Volgogrado el domingo 29 de diciembre, está poblado por unos 40 grupos étnicos. Esta república y las otras de la zona son fuente de terroristas principalmente debido a causas económicas: la pobreza, acompañada de un alto desempleo, hacen que los jóvenes sean fácil presa de los islamistas radicales. Asimismo, en Daguestán un total de 46 mujeres han protagonizado atentados terroristas desde el último conflicto checheno. Sólo en 2012 hubo cuatro atentados cometidos por mujeres y en el pasado 2013 hubo más de 30 ataques en la zona.
El más reciente enfrentamiento tuvo lugar el lunes 30 de diciembre, el mismo día del segundo atentado en el trolebús de Volgogrado, en la ciudad de Cheguem (Kabardino-Balkaria), que tuvo como saldo tres presuntos separatistas muertos y dos policías heridos.
Que Vladimir Putin, pese a sus medidas de indulto a más de 12,000 prisioneros –incluyendo a su principal oponente, el otrora hombre más rico de Rusia, Mijail Jodorkovski y a la última integrante del grupo musical Pussy Riot en la cárcel– tiene un negro panorama de imagen dentro y fuera de Rusia, nadie lo puede ignorar. Sus “sorprendentes” concesiones, cubiertas por un barniz legal, no cambia nada. Por eso no hay que equivocarse sobre el sentido “humanitario” de tales gestos. Putin no se ha dejado llevar por una tentación democrática. Lo que le interesa es que triunfe su gran proyecto personal: los JOI de Sochi, a como de lugar. Para ello cuenta con el apoyo de la derechista Iglesia Ortodoxa y con un aparato policial omnipresente y un complejo industrial vinculado a los hidrocarburos en manos de un grupo de paniaguados, la mayoría procedentes, como él, de la antigua y temida KGB. Solo que el terrorismo del Cáucaso puede darle, todavía, más de un susto, a costa de inocentes víctimas rusas. Eso es lo malo de este “juego”, basado únicamente en relaciones de poder.

