Reforma energética
Raúl Jiménez Vázquez
Abrir los mercados nacionales a la inversión extranjera, especialmente en lo tocante a los sectores estratégicos, es una decisión de suma trascendencia que no puede ser adoptada sin antes mediar un análisis sistémico o multidimensional de las consecuencias, costos, ventajas y desventajas que conllevará para la economía y la sociedad en su conjunto.
Asomarse a la experiencia internacional es entonces una vía propicia para constatar la verdad que encierra este enunciado. En primer término es menester referirnos al caso de las 18 excolonias europeas de África, cuyos jefes de Estado, en los albores de la década de los sesenta, suscribieron con la otrora Comunidad Económica Europea la Convención de Yaoundé, sustituida posteriormente por las cuatro Convenciones de Lomé, donde quedó estipulado que la apertura de sus mercados locales se compensaría con un paquete de ayudas económicas y técnicas, además de la garantía de que sus materias primas serían adquiridas a precios razonables.
España es otro ejemplo relevante de lo que estamos aseverando: al ingresar en la Comunidad Económica Europea abrió sus áreas económicas fundamentales a la competencia supranacional, exigiendo a cambio de ello numerosos apoyos y cuantiosos fondos que constituyeron la plataforma de despegue de esa nación.
Ese mismo espíritu también está presente en el modelo de integración regional proyectado en la Alternativa Bolivariana para la América Latina y el Caribe, ALBA, pues a través de la asignación de distintos fondos compensatorios o de convergencia estructural se pretende reducir significativamente las asimetrías existentes en los niveles de desarrollo entre las naciones y los sectores productivos.
El Estado mexicano se apegó a este paradigma al suscribir el Protocolo de Adhesión al esquema multilateral del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, GATT por sus siglas en inglés, ya que ahí se reconoció expresamente la condición de país de menor grado de desarrollo relativo; se garantizó el derecho a recibir en todo momento un trato diferenciado y más favorable; se explicitaron los derechos soberanos sobre los recursos naturales yacentes en el subsuelo, sobre todo el petróleo; y se hizo reserva del derecho a manejar los recursos energéticos privilegiando nuestras necesidades sociales y de desarrollo.
La apertura a la inversión privada de las áreas estratégicas de los hidrocarburos y el servicio público de energía eléctrica, resultante de la reforma energética, se hizo literalmente a contrapelo de la experiencia internacional que hemos reseñado, puesto que sin mediar la entrega de fondos compensatorios ni ningún otro beneficio tangible y equitativo, es decir, sin exigir absolutamente nada a cambio, se cedió indefinidamente un mercado cautivo de magnitudes escalares y se sentaron las bases jurídicas para que poderosas empresas extranjeras controlen los recursos energéticos y usufructúen la renta petrolera propiedad de la nación.
