Rafael Solana

 

Proporciona él mismo una frase, un verso, que podría servir de epígrafe a un artículo sobre su persona: “No leemos a otros; nos leemos en ellos”. Si en la lectura de un poeta, de un autor, de lo que trata uno es de encontrarse a sí mismo, eso explica la preferencia por algunos escritores u otra clase de artistas y el despego hacia otros, aun cuando se reconozca su gran categoría y se les respete. El crítico suele reverenciar una obra, admitir su grandeza y encomiarla, sin identificarse con ella; hay otras, en cambio, que aun siendo de menor tamaño nos llegan más hondo, nos hacen “tilín”. Ante ninguna obra se siente el crítico tan inclinado a exagerar en su elogio como ante aquella de lo que en lo íntimo piensa: “Esto habría querido haberlo hecho yo mismo”.

Hace más de veinte años que comencé a leer a Pacheco. Era de los dos o tres niños terribles que ElÍas Nandino cobijó con sus alas de gallina sexagenaria cuando tuvo la generosa idea de costear una revista, Estaciones, que ya no era para darse a conocer, que bien conocido era ya y sentía anunciársele una menopausia poética que todavía tardó en llegar, sino para dar nido a polluelos incipientes; tuvo la fortuna de que algunos tuvieran patas para gallos. Y el mejor de todos fue José Emilio; pero ahora que lo reeditan (algunos de sus libros aparecen por séptima vez) y que sigue produciendo algo nuevo, lo veo bajo otra luz, lo redescubro. Llega un momento en que uno agradece verse en otro espejo, porque ya el habitual no ofrece sino una amarga caricatura; ¿qué pensar de un poeta, sonetista, cuentista, novelista, crítico, que en sus altares venera a los mismos santos que yo tengo en los míos, a Veracruz como ciudad, a Flaubert como novelista, al Bosco como pintor, a Mozarí como músico, como cuentista a Rulfo y como poeta al más alto de su tiempo, a Efraín Huerta? Parece haber algo de descarado narcisismo en elogiar a alguien con quien en tanto se coincide; pero qué verdad es que el hombre hace a sus dioses a su imagen y semejanza.

Un poeta que escribe sonetos tan perfectos como los de Calderón y los de Quevedo, y liras tan exactas como las de Garcilaso y las de Fray Luis de León tiene que venir automáticamente a colocarse en un nicho que le teníamos reservado en la capilla de nuestras adoraciones. Y si además compone cuentos tan bellos como los de Rulfo o los de Arreola, en dos nichos. José Emilio Pacheco, en lo poético, es quien toma en sus manos la antorcha que la muerte arrebató a Efraín Huerta, y se convierte en el poeta supremo de las generaciones posteriores a la de Pellicer y Torres Bodet, Gorostiza y Nandino (a Octavio Paz lo hemos cambiado ya de casillero, y lo que como poeta se nos ha despintado ha crecido como ensayista). Pacheco nos aparece como el creador de un nuevo género, no por híbrido menos interesante: el ensayo en verso, o el artículo periodístico métrico; lo que otros dicen en prosa él puede decirlo con las sílabas contadas.

El pretexto para este comentario es la publicación, por Era, de un nuevo libro de don José Emilio, Los trabajos del mar, 1983, al que acompañan, en la misma editorial, con igual formato, reimpresiones de Los elementos de la noche (tercera edición) y de El viento distante (séptima), ambos libros, el primero de versos, de cuentos el otro, ya mayores de edad y que es grato volver a leer, porque parecen rejuvenecidos (el de cuentos lo está, pues le han sido agregados varios de menor antigüedad); muchos de los lectores de esta nota recordarán conocer ya estos libros, y pensarán, con razón, que nada nuevo podrá decirse de ellos, pues ya los elogiaron, a su tiempo, quienes más calificados estaban para hacerlo (Huerta mismo el de versos, en el que tal vez pudo reconocerse como un padre en las facciones de su hijo). Pero aun a quienes ya los leyeron, y tal vez los han olvidado un poco, hay que recomendar estos libros, que son fascinantes. Hay en el de cuentos dos o tres relatos que ya para siempre quedarán en las antologías. Han ido saliendo algunos nombres por parejas, como en las grandes épocas del toreo: hemos dicho Paz y Huerta, Torres Bodet y Gorostiza, como podríamos haber dicho Caso y Vasconcelos, Reyes y Guzmán, Rulfo y Arreola, pues suelen darse las figuras cumbres del arte en pares, como para que uno escoja el rojo y otro el negro, como se escogía entre “Joselito” y Belmente, entre Gaona y “Chicuelo”, entre “Armillita” y Garza o entre “Manolete” y Arruza. De la pareja que empolló Nandino, nueva Leda, no falta quien prefiera al chocarrero Carlos Monsiváis, de abundante prosa y humor travieso y ácido; pero desde luego nos inclinaríamos otros por Pacheco, que es capaz de desenvolverse en los catorce endecasílabos con la maestría más respetable, y que no pierde ese aire de modernidad, de libertad, que se escapa a algunos autores de sonetórpidos, y que imita a Juvenal con el aplomo con que traduce a Rimbaud o a Horacio, y en quien vemos y tenemos a una de las figuras cumbres del Parnaso mexicano de todos los tiempos.

 

23 de diciembre de 1983