Javier Galindo Ulloa

El pasado 15 de febrero falleció el escritor, periodista y traductor mexicano Federico Campbell a la edad de 72 años. Tras sufrir un derrame cerebral masivo, su familia decidió desconectarlo de los aparatos que lo tenían en vida, a consecuencia del virus de la influenza que se había incubado en él. Originario de la ciudad de Tijuana, Baja California, Campbell escribió para los principales medios periodísticos: la revista Proceso y en el periódico Milenio, entre otros. En el género narrativo publicó Pretexta, Tijua­nenses y Transpeninsular; en ensayo: La memoria de Sciascia y Periodismo escrito, entre sus obras más destacadas. Su literatura develaba los modos de corrupción, impunidad e injusticia de la provincia mexicana, principalmente la del Norte. En 1995 lo había entrevistado por haber obtenido la beca J. S. Guggenheim para un proyecto de novela. De este material extraigo una charla inédita con este escritor crítico, gran conversador y lector voraz a la vez.
—¿En qué consiste la novela que realizará para la beca Guggenheim?
—Fíjate, es un poco de mal gusto hablar de una novela que no he escrito, aparte de pedante es un poco tonto. No tiene mucho sentido hablar de la obra que voy a escribir, puedo hablar de la que hice pero no de la que voy a hacer. En primer lugar no sé cómo va a ser, aunque yo diga que voy a realizar una novela llamada Transpeninsular, que trata sobre un viaje a lo largo de la península de Baja California y a lo largo de la península de Italia. De cualquier manera, lo que diga de esta obra no va a tener nada que ver con la realización de ese proyecto, porque la creación de una novela me lleva por senderos imprevistos, porque la escritura tiene una dinámica propia, que me lleva de acá para allá, pero nunca va a ser la novela prevista. Te puedo contar veinte novelas que no he escrito. Tengo por ejemplo una novela sobre una muchacha mexicana que se fue a la guerrilla de El Salvador y que la mataron allá cuando tenía 22 años y que llegó a tener mando de tropa. Una muchacha rica, católica y cristiana. ¿Por qué un personaje como esta jovencita se entrega al sacrificio? ¿Por qué da su vida por una lucha revolucionaria? Es un tema literario que está por ejemplo en Princesa Casamssima de Henry James, o bien en Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé; es el tema de la princesa que se va a luchar por los pobres. Te puedo dar esa idea y veinte ideas más sobre una novela que no he escrito. Me pregunto si tiene algún sentido. También pienso en los títulos, porque yo siempre parto de ellos. Por ejemplo, tengo en la mente un título de Asesinato de un periodista en Tijuana, que es la historia de un periodista que fue asesinado en 1962 durante el gobierno del gobernador Eligio Esquivel; de pronto se inculparon a dos individuos de haber cometido el asesinato y éstos eran miembros de la policía judicial del estado de Baja California y fueron consignados a la cárcel de Tijuana. Después se descubrió que eran falsos culpables, que se habían echado la culpa por dinero y para que el gobernador saliera del problema. Pero resulta que a este gobernador lo encontraron muerto una noche en un hotel reconocido, donde había estado con una muchacha. Parece que murió después de hacer el amor. Después de quince días de haber fallecido el gobernador, hubo una extraña fuga de reos de la prisión de Tijuana, y en esa fuga salieron los supuestos asesinos del periodista victimado. Entonces tengo los recortes de periódico y varios testimonios, y me gustaría hacer un relato de esa historia olvidada, porque ilustra el eterno tema de la impunidad en México, de cómo es tan fácil mandar a matar a alguien sin que haya consecuencias para el autor intelectual. Porque vivimos en un país donde la administración de la justicia está muy mal. Los jueces son muy corruptos, los magistrados de los tribunales superiores y de la Suprema Corte de Justicia lo han sido también. Entonces, la justicia mexicana es un desastre.
—¿De qué manera ha contribuido su obra para que los políticos tomen conciencia del país?
—Mi obra no contribuye en nada que no tenga demasiada importancia. El escritor tiene la misión de esclarecer algunas cosas confusas; su trabajo consiste en volver simple lo que es complejo, pero, por supuesto, no tengo la menor aspiración de cambiar las cosas. La literatura no sirve para transformar el mundo ni para tumbar gobiernos. Como decía Césare Pavese: nunca se ha visto que una poesía haya cambiado las cosas. También lo decía mucho Álvaro Mutis. Uno como escritor no puede tener la menor aspiración de trascendencia social, histórica y política. No se escribe novela para tirar gobiernos
—como decía García Márquez—, sino por el placer de escribirlas y por componer una cierta percepción del mundo de una manera articulada, que le permita al lector atisbar ciertas zonas de la conciencia humana que no había vislumbrado antes. Es una labor no desdeñable, no intrascendente pero tampoco tan importante. El mundo se la puede pasar bien sin la literatura, no sucede nada si la gente no lee, no es vital como el alimento o el agua. Los escritores no debemos darnos mucha importancia, no lo somos, mucho menos en un país donde la dedicación a la literatura es prácticamente una actividad de orden privado, de la que muy poca gente se entera. No es un oficio público como se ejerce en Francia o Inglaterra. Un escritor en esos países es una figura pública. En México es alguien conocido en los medios políticos intelectuales y periodísticos, pero en un segmento reducido de la población. Por eso los intelectuales mexicanos no tenemos mucha importancia ni influimos para nada, porque no cuentan mucho las ideas, en términos de poder. Ha habido sexenios, donde algunos intelectuales han creído que tienen alguna importancia porque el poder los toma en cuenta, porque el presidente los invita a viajar en avión, a desayunar o a acompañarlo en sus giras; un poco para darles por su lado, pero en el fondo, todo lo que dicen los escritores no lo escuchan los políticos; porque éstos últimos están en otra dimensión de policías y militares. Es la dimensión del poder, donde las ideas no tienen valor, ni las posturas éticas ni las opiniones de escritores. Como decía Jersy Kosinski, respecto de los intelectuales: los ricos no les temen, los obreros no les hacen caso y los campesinos no saben que existen. El intelectual nunca ha contado ni va a contar para nada en México.