Bernardo Gonzalez Solano
Ahora le toca el turno a Ucrania, la vieja nación de los cosacos, el país más extenso del Viejo Continente después de Rusia —con una extensión de 603,700 km2 y una población de poco más de 46 millones de habitantes;— los Cárpatos están al oeste, pero la mayor parte del país está formado por vastas planicies con pocas ondulaciones que son el dominio de las “tierras negras”, unas de las más fértiles del mundo. Desde su reconquista en el siglo XVII, están dedicadas al cultivo de cereales. Desde hace poco más de dos meses, en las principales ciudades ucranias se han desarrollado disturbios y enfrentamientos, en una sociedad dividida entre prorrusos y los que buscan alinearse con el Viejo Continente, sobre todo con la Unión Europea. En el fondo, como un fantasma poderoso—dispuesto a mostrar la zanahoria del dinero, gas y petróleo—, Moscú no se aviene a la pérdida de Ucrania y no olvida que formó parte de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS). Y la Casa Blanca mueve la cola. El pasto seco solo necesita la chispa de la yesca.
Este trasfondo da paso al nacimiento del “Euromaidán”: el 21 de noviembre de 2013, tras conocerse que el gobierno de Ucrania había suspendido la víspera la firma del Acuerdo de Asociación y Libre Comercio con la Unión Europea (UE), miles de ciudadanos se concentraron en la Plaza de Independencia de Kiev —conocida popularmente como Maidán— para protestar contra esa decisión. Ese día se abrió la caja de Pandora en la vetusta tierra de los legendarios cosacos. Nadie sabe hasta dónde llegará el enfrentamiento cada vez más descarnado del pulso entre Occidente y Moscú por Ucrania. Para que nada falte, el espectro de una intervención en la crisis —que podría devenir hasta en una guerra civil, todo depende, —por parte de los militares ucranios enturbia aún más el horizonte de ese país. El ejército de la República de Ucrania es el segundo más grande de Europa después del ruso. Sus efectivos se calculan en 300,000 miembros.
Día tras día, las protestas han ido en aumento, de Kiev, la capital, pasó a otras ciudades importantes del país. El 8 de diciembre del año que recién terminó las manifestaciones subieron de tono y el derribo por parte de los manifestantes de una estatua de Lenin, marcó con toda claridad el rechazo a la influencia rusa en el país, que es lo que está detrás de la renuencia del presidente Viktor Yanukovich a asociarse con Bruselas. Entonces se iniciaron las presiones diplomáticas de las capitales europeas y del Kremlin.
Bien explica Francisco G. Basterra en su corto ensayo “¿La frontera de Europa?”: “En el idioma ruso Ucrania significa tierra de frontera y, en ucranio, patria. Y es ambas cosas a la vez. El país que solamente alcanzó la independencia en 1991 tras la implosión de la Unión Soviética, enfrenta una crisis de identidad nacional no resuelta”. El analista reflexiona con algo que hasta los mexicanos hemos padecido: “La geografía es el destino y potenciada por la historia juega un papel determinante en el dibujo del mundo. Ucrania es un caso práctico de esta idea que explica en gran medida la crisis en este país…ni ruso ni europeo del todo, punto de intersección entre el este y el oeste. La historia siempre regresa a las relaciones internacionales y con ella la maldición de la geografía. Que se lo pregunten a los polacos o a los mexicanos, históricamente tan lejos de Dios y tan cerca de Alemania, Rusia o Estados Unidos”. Hasta dónde ha llegado una simple frase del mítico presidente de México, Porfirio Díaz Mori. Así es la historia.
Empecinado en apoyar a un mandatario maleable, el 17 de diciembre Vladimir Putin se anotó un punto. Yanukóvich acudió a Moscú donde suscribió un acuerdo –por 15,000 millones de dólares, cantidad que engatusó al gobierno ucraniano– lo que colocó a Ucrania dentro de la órbita del Kremlin, pues al mismo tiempo se concedió una sustancial rebaja en el precio del vital gas que los ucranianos le compran a los rusos. Este toma y daca alejó más, indudablemente, al país cerealero de la Unión Europea.
Viktor Yanukóvich creyó que con estos acuerdos era más que suficiente para calmar las aspiraciones europeistas de buena parte de sus gobernados. Así, el jueves 16 de enero la mayoría parlamentaria del Partido de las Regiones aprobó varias leyes que restringen el derecho de reunión de los manifestantes en aras del orden público. Fue la chispa que avivó el fuego. Las concentraciones de protesta fueron más violentas y los descontentos ocuparon edificios públicos acosando a la policía.
Y el miércoles 22 de enero, la sangre llegó al río. Las protestas de ese día se cobraron las primeras víctimas mortales. Entre tres y seis personas —el número varía según las fuentes— murieron en los enfrentamientos con los agentes antidisturbios. A diferencia de Rusia, en Ucrania las libertades de expresión, de reunión y de asociación son consideradas como inalienables, constitutivas de la soberanía nacional. Dichas libertades forman un nudo identitario que define positivamente al país respecto de su poderoso vecino. De ahí el porqué las leyes represivas sin precedentes, aprobadas por los diputados originaron una onda expansiva con saldo de muertos, lo que muchos ucranianos creían superado.
Siguieron días de confrontación y la oposición continuó reclamando la convocatoria anticipada de elecciones legislativas y presidenciales. La presión popular llevó a la renuncia del primer ministro Mykola Azarov que en una carta enviada a Yanukóvich dijo que lo hacia para permitir una solución pacífica a la crisis política que vive el país. Tras la renuncia, la Rada Suprema –parlamento unicameral–, aprobó por amplia mayoría la derogación de las leyes represivas que encolerizaron a los manifestantes.
Los titubeos del presidente Yanukóvich, incluyendo la repudiada ley de amnistía para que en 15 días los ocupantes desalojen los edificios gubernamentales so pena de no dejar en libertad a 116 manifestantes tras las rejas, hace pensar a muchos analistas que el poder en Ucrania está en la calle. Apenas el lunes 3 de febrero, el “enfermo” mandatario después de una tumultuosa sesión del parlamento, lo que se interpretó como una treta para “ganar tiempo”, reapareció para hacer frente a la complicada tarea de formar nuevo gobierno. Nada fácil.
La pregunta que se hace medio mundo es: ¿qué hay atrás de esta pugna de alcance geoestratégico, económico y cultural? Simplificarlo es delicado y riesgoso. La última cumbre —la número 32— entre la Unión Europea y Rusia del 28 de enero pasado en Bruselas, para repasar sus relaciones, demuestran lo complicado de la crisis ucraniana. Y el sábado 1 de febrero, en la Conferencia de Seguridad de Munich, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov, acusó a los dirigentes europeos y a los dirigentes de EUA de fomentar la violencia en Ucrania. En contraparte, Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, cerró filas en torno a la oposición ucraniana: “El futuro de Ucrania está en la UE”. En la misma reunión muniquesa, el Secretario de Estado de EUA, John Kerry, aprovechó la ocasión para expresar la misma opinión al asegurar que los ucranianos “están luchando por su derecho a asociarse con compañeros que les ayuden a cumplir sus aspiraciones y estén decididos, lo que significa que su futuro no dependerá de un solo país y desde luego no por la coerción”…”Estados Unidos y la UE están con el pueblo de Ucrania en esa lucha”. Ni duda, el Tío Sam es contrario al presidente Yanucovich.
Así, el diferendo de Ucrania no es una “revolución” –algunos comentaristas hablan de una probable guerra civil, lo que podría ser aventurado– como la que arrastró a Nicolás Ceaucescu para poner fin a la Rumania comunista; tampoco la lucha de una oposición democrática contra un dictador pelele del Kremlin. Ni una descarada maniobra de Washington y Berlín para meter en su saco a Ucrania aunque la injerencia de USA y de la Unión Europea en el país cosaco es evidente, lo que ha aprovechado Vladimir Putin para denunciarlo, una y otra vez. Sin descartar los propósitos del antiguo funcionario de la KGB para “volver a mandar” en Kiev, como si todavía fuera la antigua república soviética, e integrarla en su diseño de “imperio euroasiático”. Es todo esto y mucho más. Ninguno de estos factores por sí solo explica la crisis. No es una fotografía en blanco y negro.
El domingo 2 de febrero, un dirigente de la oposición, Arseni Yatseniuk, en un mitin en la Maidán de Kiev, sentenció: “El dictador no va a negociar con nadie…No hay nada de qué hablar con él”. Y exhortó al pueblo a movilizarse y formarse en “unidades de autodefensa” para “resistir al régimen”…ahora son 10,000 pero debe haber entre 50,000 y 100,000”. Y el exboxeador Vitali Klitschko, líder del partido Udar (Golpe) acusó que el ministro de Exteriores ucraniano, Leonid Kozhara, dijo en la capital de Baviera que en “Ucrania todo está bien…lo más horroroso es que las autoridades ucranianas no admiten la existencia de los problemas actuales. Por eso hay que comenzar desde cero en el poder”.
Ni un paso atrás. Nadie quiere ceder.
