Violencia en los estadios

Humberto Musacchio

Ante las cámaras de televisión se desplegó la violencia en todo su esplendor: en el estadio Jalisco, durante el tradicional encuentro entre el Atlas y el Guadalajara, un grupo de porros partidarios de las Chivas encendió bengalas que ponían en peligro la integridad física de la gente arremolinada en las tribunas; unas de estas luces se apagaban y se encendían nuevas, lo que llenó de humo el estadio.

Algunos policías, muy pocos, se acercaron a los pirómanos, que les lanzaron botellas y cuanto objeto estaba a la mano o de plano se lanzaron a soltarles garrotazos. Un policía cayó y en el suelo siguió recibiendo palazos y golpes con su misma macana, mientras varios delincuentes lo pateaban ante el pasmo de otros uniformados.

Finalmente la policía se reorganizó y pudo detener aquella carnicería, pero algunos uniformados se fueron al hospital, uno de ellos en estado de gravedad. Se reportó que unos 30 pandilleros salieron lesionados de la reyerta y varios resultaron detenidos, consignándose finalmente a ocho por tentativa de homicidio, lesiones calificadas, pandillerismo, robo y otros delitos.

De inmediato salieron a lamentar los hechos los dueños de equipos y los directivos de la Federación Mexicana de Futbol, queriendo ver en los hechos de violencia actos que manchan el deporte. Sí, pero no son meras manchitas en el mantel futbolero, sino actitudes premeditadas e inducidas por los mismos que ahora quieren curarse en salud.

Los dueños y directivos de los equipos dan dinero, entradas al estadio, viajes, bebidas alcohólicas y diversos regalos a los integrantes de sus grupos de animación, como llaman a las pandillas, y protegen a los líderes de estas pequeñas mafias. Por ejemplo, afuera del estadio de la Ciudad Universitaria,  los porros venden mariguana y otras drogas lo mismo que cerveza, sin permiso y sin problema, ante la mirada indiferente de los policías y con la alcahuetería de las autoridades de la UNAM.

La actividad de los porros incluye corear el grito de “¡puto!” al portero del equipo contrario cada vez que despeja, chiflar al árbitro o llamarle vendido si sanciona al equipo local, lanzar piedras, botellas y otros objetos contra los jugadores que están más cerca de las tribunas y, en el colmo, soltar insultos racistas contra los adversarios (¡racismo aquí, en medio de un pueblo mestizo!).

La violencia en los estadios no es algo casual ni aislado. Es promovida y pagada por los directivos de los equipos. Ellos, más que los ocho patanes presos en Guadalajara, son los causantes de lo ocurrido y deben responder por eso.