Patricia Gutiérrez-Otero
Al maestro Luis Villoro
Los fallecimientos de invierno han sacudido el mundo de las letras y el pensamiento en nuestro México marcado por la muerte. Los artistas e intelectuales han reaccionado con pena, dolor y un sentimiento de horfandad ante la partida de quienes con su voz y con su pluma expresaron el desasosiego, los gozos, las tribulaciones, los terrores e indignaciones de los que vivimos hoy aquí. De aquellos que también nos dieron pistas para dar sentido al sinsentido y mostrar la belleza, a veces fugaz, en cualquier parte.
La muerte de estos maestros nos enfrenta, sin embargo, con algo ineludible, con la realidad de nuestros cuerpos, su precariedad y, finalmente, su mortalidad. Algo en nosotros, al menos en la mayoría, se niega a morir, a que la muerte habite ya en la vida; se niega a que la gente que amamos fallezca; se niega a que se vayan los seres que han marcado nuestra vida, que Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Federico Campbell, y ahora, Luis Villoro, emigren. Como si quisiéramos que permanecieran y sus obras no nos bastasen; como si no quisiéramos tomar el relevo, porque la edad se les vino encima y a otra generación le toca iluminar el camino.
La generación de los veinte y treinta se está despidiendo: dio lo que tenía que dar, aunque aún quedan con nosotros pensadores y creadores fecundos, más o menos conocidos, muchos de ellos excelentes en sus ramos. Esa generación vivió una época de grandes cambios civilizatorios y guerras (una de ellas, fratricida, nos valió el arribo afortunado, para nosotros, de varios refugiados de España) por lo que abrió camino donde pudo, a veces erró el camino como cualquiera, en otras ocasiones hizo gestos proféticos que el tiempo requería. Esa generación ahora cede el lugar para que otros lo ocupen, pero sin dejarnos solos, heredándonos su pensamiento y su actuar, como faros para seguir abriendo brecha, “paso a paso, huella a huella” para enfrentar un nuevo paradigma cultural en el más extenso sentido de la palabra.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se detengan las mineras, que se revisen a fondo y dialógicamente todas las reformas impuestas por el gobierno, que no se entreguen los hidrocarburos en manos privadas.
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