Patricia Gutiérrez-Otero

¿Quién dicen que soy yo?
Mt 16,15.

Tras un año de haber sido nombrado obispo de Roma (13 de marzo de 2013) y, por lo tanto, sumo pontífice de los católicos romanos, muchos hacen el balance de lo que ha prometido y lo que ha logrado hacer el antes cardenal Bergoglio, ahora Papa Francisco.
Antes de dar mi opinión sobre este tema, quiero mediante una metáfora hacer más palpable la tarea que tiene sobre sus hombros el sucesor de la sede de San Pedro. La imagen de la barca que maniobraba el pescador nos ayudará para ello.
La barca que Pedro usaba en las aguas del mar de Galilea, un gran lago de 166 kilómetros cuadrados de agua dulce situado al Norte de lo que en el Nuevo Testamento fue Israel, debió ser una barca grande —Pedro tenía ayudantes—, pero finalmente era una barca a nivel humano, es decir que podía ser manejada por dos o tres hombres y en la que podían navegar quizás unas seis u ocho personas. La imagen de la barca se usó posteriormente para hablar de la Iglesia que era maniobrada por el sucesor de Pedro, designado así por ocupar el obispado de Roma, lugar en el que éste murió.
Si en los inicios de lo que primero se llamó la secta de los “del camino” y luego se conoció como cristianos, esta barca permaneció pequeña, de talla socialmente humana, en la que los que asistían a las iglesias (asambleas) se conocían entre sí, poco a poco y sobre todo a partir de que el imperio romano la asumió como religión oficial, las asambleas sobrepasaron estos límites. Conforme pasaba el tiempo, la barca se fue volviendo un gran navío.
Un gran navío de varias toneladas y miles de hombres no puede ser manejado por dos o tres personas, necesita un capitán, oficiales, pilotos, patrón, maestre, contramaestre, jefe y oficiales de máquinas, marineros, servicios… Su peso es muy grande, su capacidad de movilidad disminuye en relación con la barcaza de Pedro. La diversidad de oficiales y sus intereses, legítimos e ilegítimos, crean tensiones en momentos de crisis e incluso pueden llevar a motines. En ese momento, los límites han sido sobrepasados y, como insiste Illich en relación con las instituciones, se vuelven contraproducentes: atacan aquello mismo para lo que la institución fue creada y cuestionan su existencia en esta modalidad.
La Iglesia que preside en la caridad Francisco es este navío demasiado inmenso (insisto en el pleonasmo), situado en aguas turbulentas, cuyos capitanes y marineros se tironean entre conservar el status quo o aggionarse como lo hizo Vaticano II y hacen correr vientos de motín. No es posible dar un giro de timón violento sin que el navío cruja, se rompa, se vaya a pique; tampoco es posible dejarlo seguir sin hacer nada sin que se quede varado, se pudra y se extinga. Francisco —por algo escogió este nombre de quien fue llamado a sostener la Iglesia mediante la pobreza— debe conducir hábilmente, por algo es jesuita, para lograr algunos cambios de fondo (democratizar, descentralizar, deseuropeizar, desmachizar la Iglesia lo más posible abriéndose a las minorías hasta donde sea posible) sin llevarla a pique y sin dejarla estancada. Yo sigo apostando por sus humildes cambios: senado de obispos, darle poder a las mujeres (aunque aún no el sacerdocio), abrirse a las uniones de homosexuales aunque no sea el matrimonio, dar prioridad en todo a los pobres, y no atacar frontalmente a los que pueden amotinarse. Creo que regresarle poder de decisión a las conferencias episcopales o a las Iglesias autónomas, limitar el peso de lo económico en la Iglesia y otras acciones posibles llevarán al surgimiento de barcas que zarpen con rapidez y adaptabilidad en las diferentes aguas del mundo. Aplaudo también la reciente creación del Comité Contra Abusos a Menores conformado por laicos y sacerdotes, mujeres y hombres.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se detengan las mineras, que se revisen a fondo y dialógicamente todas las reformas impuestas por el gobierno, que no se entreguen los hidrocarburos en manos privadas.

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