Carlos Olivares Baró

El tiempo derrama sus vacilaciones en el azogue. Una tenue lobreguez resbala su doliente estampa en la prolongación del instante. “Delgada sombra,/ espejos en declive” (David Huerta), polvo refugiado en los silencios, nocturno eco astillando la luz, arena huérfana de salitre en las coordenadas del tajo que augura el resplandor. Los objetos sobreviven sobre los pliegues que las estaciones prodigan: “El mundo es una mancha sobre el mar del espejo” (David Huerta).
El cristal arruga el párpado del viajero para que su peregrinaje murmure el abandono. La neblina transporta un fogaje áspero, arenoso, abismado en las grietas, inscripto en los desgarros del rencor. El sediento “bebe del cosmos de tu mano/ el polvo fluido de los vientos solares”, mastica un bolo de arcilla, roe los cartílagos del humo empalmado en la brizna. Labios humedeciendo con babaza antigua los matorrales, la agonía desafiante de todos los delirios.
“En donde estés oye la desgarrada boca/ del tiempo” (David Huerta): en donde te asiles revisa las gavetas, cubres, si es posible, la luna del espejo con una manta. No cierres las ventanas ni prolongues el espejismo del insomnio, no franquees los dedos por los bordes de la misericordia: aprópiate de todas las impudencias: refúgiate en el clamor y no te confíes de la niña que sonríe cobijada en el regazo de la madre, recuerda que “La luz cae vertical hasta la boca de la infamia, hasta los enronquecidos,/ tegumentos de la mentira, el odio, la traición” (David Huerta).
Sí, el tiempo tasa sus turbaciones sobre las aprensiones. Hay en lo renovado una lástima disfrazada de bendición: no te dejes engañar: el tiempo derrama sus vacilaciones en el azogue.
La mancha en el espejo. Poesía 1972-2011 (FCE, 2013), de David Huerta (Ciudad de México, 1949): dos volúmenes (mil y setentaicinco folios): cuatro décadas de trabajo con la palabra: diecinueve cuadernos transpuestos, fijados en las escolleras de Incurable (1987): soflama de atajos lezamianos y trencillas wittgensteinianas. Toda la poesía de David Huerta confluye, encuentra surco, en ese poemario axiomático de la literatura mexicana del siglo XX.
Desde Jardín de la luz (1972) se presiente una obsesiva recurrencia por escrudiñar los enigmas que cosen las circunstancias reales y las eventualidades casuales: “Cunde el amanecer:/ polvo que tiembla pálido/ a la orilla del día,/ esplendor indeciso/ en los techos profundos,/ claridad primordial/ y leve incandescencia:/ Qué perfección de tenue/ laberinto de espejos,/ de murmullos, de calles./ La vigilia enarbola/ imágenes pausadas./ Amplio respira el mundo/ que se ahonda sin límite”. Poema de sigilosa y oscilante mirada a la retórica de algunos miembros de la generación del 27 (Guillén, Salinas, Diego, Cernuda). El espejo suscribe muchas de las vigilias de David Huerta: “El rostro sucesivo/ arde en la tenue luz/ del espejo entrañable.// Brocal de la agonía,/ claridad que dirime/ laberintos y enigmas/ de la vigilia numerosa// El espejo de sed,/ el espejo de sal,/ el cristal serenísimo// sobre el que arden/ los gestos de ceniza”.
Versión (1978) y El espejo del cuerpo (1980): versos de prosodia en respiración de intervalos largos: preludios de Incurable. Periplo del insomne en el “Prólogo” de Versión (“Atravesado por una gota oscura de silencio, toco mis bordes/ para designar el desconocimiento que me precede”) y tributo a la danza en El espejo del cuerpo (“El tiempo se enmascara con la danza, se trasciende./ La danza es una forma del tiempo, su aliado”) y, también, predicción de la ruptura que siete años después suscribe Incurable: (“Brillaba el mar como un abismo y la playa/ era una mano donde tus pies leían historias de naufragios”). El azul en la flama (2002) y Filo de sombra (2011): reflujos, ecos, regreso a Incurable. “Espejo salen de las bocas humanas y de ellos/ escurren sílabas de verdor amargo —es la saliva/ elemental, secándose en el agobio”. La mancha en el espejo: sumario de una poética rebosada y elíptica, metafísica y exuberante, neobarroca y meditabunda.