Galería de personajes entrañables¡
María Eugenia Merino
Una de las historias más tristes y a la vez más hermosas y poéticas de nuestro inmenso uruguayo Juan Carlos Onetti —que mucho desdice de su fama de sórdido y misógino, y autor a quien pese a su comprobada grandeza admiras o rechazas desde las primeras páginas (yo soy, con mucho, de las primeras)— es la que nos cuenta el regreso a Santa María de la vasquita Moncha Insaurralde, o Insurralde, un poco emparentada con la Penélope de la Odisea y la de Serrat, la una tejiendo, interminable, y la otra sentada en el andén; esa novia eterna esperando el retorno del amado sin saber —o quién sabe— si volverá.
Esta “viuda reciente” que no llegó a casarse, infinitamente sola en Santa María, ha regresado de Europa arrastrando su fracaso entre los tules de su vestido nupcial confeccionado especialmente para ella por Mme. Caron. Fue y vino de París y se encerró con llave en su casa para convertirse en una leyenda “remota y blanca” fundada en una mentira cómoda y fácil de olvidar.
Fantasma que duró sólo tres meses en el jardín de su casona, alumbrado por la luna, donde recreaba una ceremonia que ya no se celebraría, extendiendo su pálida mano en espera de un anillo que tampoco recibiría ya, “amar y obedecer […] hasta que la muerte nos separe”.
Dañada para siempre porque su prometido, Marcos Bergner, no va a regresar: murió seis meses antes, en alta mar, “después de comida y alcohol, encima de una mujer”.
Pero así y todo, Moncha volvió para casarse con Marcos, y en un intrincado juego polifónico de narradores, los notables del pueblo —que después fue próspera ciudad— siguieron la farsa y contribuyeron a la mentira, por un deseo “respetable” de no perder el sueño.
Dice Onetti en boca de Díaz Grey: “Otra loca, otra dulce y trágica loquita […] y no podemos hacer otra cosa más que sufrirla y quererla”.
Una historia sencilla, simple, con una estructura compleja que sorprende en una primera lectura, construyendo el olvido a través de la memoria —o la desmemoria—; que nos recuerda a Faulkner y sus personajes, cuya redención —en ambos, Faulkner y Onetti— no llega con las buenas intenciones de los notables de Santa María, con su “bien medida hipocresía”.
Hasta ahí llegó Moncha para darles de qué hablar, así sólo fuera la mentira, la burla, la compasión o el silencio: “tratamos de olvidar a Moncha encima de las copas y los naipes […] pero nada sirvió […] de modo que tuvimos que despertar y creer […] que Moncha estaba en Santa María y estaba como estaba”.
Sueño y realidad que se entretejen en La novia robada para bordar la leyenda del personaje antes olvidado por Onetti en el resto de sus novelas y cuentos, apenas mencionada por Junta Larsen, o en la versión de Díaz Grey en La muerte y la niña, que tan poco o casi nada tiene que ver con esta Moncha inasible para el lector desprevenido, con esta novia robada de otras historias suyas. (En Juntacadáveres, se cuentan los ires y venires de Moncha y Marcos adolescentes, en la época del falansterio, para luego exiliarse en Europa.) Y luego postergada, inacabada, sin paradero ni destino. Y ahora aquí, su creador le hace amorosa justicia y la recupera en una prometida y comprometida “carta de amor o cariño o respeto o lealtad”, confiesa Onetti, aun cuando abandone “el yo y simulo perderme en el nosotros”. Una “carta de haberte querido y comprendido”, en el mejor acto de entrega de un autor hacia su personaje: la inmortaliza al grado de que, cuarenta años después, hay quienes juran haberla visto arrastrando los encajes amarillentos de su vestido nupcial, o bien teñido de luto, por las calles de Santa María, apoyada en un delgado bastón de ébano.
Todos recuerdan, o creen recordar los encajes desgarrados, y la mesa reservada para dos en el hotel del Plaza, frente a un Marcos invisible, brindando con el vino favorito que años hace ya dejó de producirse.
Escasos tres meses de cuidar el fantasma de Moncha, que se convirtieron en una eternidad y en una realidad sanmariana, que resguardó su “olor y aspecto de eternidad” a pesar de la mugre que pringaba la cola de ese vestido que “envejecía diariamente, que se acercaba sin remedio a una condición de trapo”.
Pero la verdad de todo y por sobre todas las lealtades es que Moncha “se echó a morir, se aburrió de respirar”, encerrada en el sótano de su casa, envuelta en su traje de novia como un sudario. Y Díaz Gray firmó el documento de defunción que certifica la muerte de María Ramona Insaurralde Zamora a los veintinueve años, “el día del mes del año a la hora y minutos”, de una enfermedad causada por todos los sanmarianos, y por “yo mismo” dice Onetti cuando pudo, por fin, “después de tantos años, sin necesidad de demorarse pensando […] escribir la carta prometida”.
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