Violencia cotidiana

Bullying… toda la maldad

 

Moisés Castillo

 

“Así juegan de brusco”, fue la respuesta que le dio el supervisor de la escuela Secundaria General 7 a los padres de Héctor Alejandro Méndez Ramírez, el estudiante que murió el pasado 20 de mayo a causa de bullying en Ciudad Victoria, Tamaulipas.

A Héctor Alejandro le hicieron el columpio y lo arrojaron contra la pared, lo que le provocó un traumatismo craneoencefálico grave. Este lamentable hecho conmovió a la sociedad mexicana, pero quizá se olvide en unos cuantos días, como fue el caso de Angelina, la joven mixteca que sufrió acoso escolar en la Secundaria Técnica 42 ubicada en Tepito. Fue un escándalo mediático y las autoridades minimizaron el hecho con declaraciones políticamente correctas.

Luego de la muerte del joven tamaulipeco, el presidente Enrique Peña Nieto urgió a la Secretaría de Educación Pública a aplicar una política nacional para combatir la violencia en las escuelas. Por lo pronto, México ocupa el primer lugar mundial de bullying en educación básica, ya que afecta a un poco más de 18 millones de alumnos de primaria y secundaria tanto públicas como privadas, de acuerdo con un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Tan sólo en 2012 murieron cinco mil menores por causas relacionadas con el acoso escolar, según el Senado de la República.

La violencia cotidiana es un mal que se expande de las casas a las escuelas, a los centros de trabajo y a las calles. Los niños y jóvenes aprenden la violencia y ejercen toda la maldad sin piedad. La violencia cotidiana es un fantasma que está en todas partes, pero nadie quiere mirarla. La indiferencia y el silencio triunfan en este grave problema social.

 

 

 

 

 

¡Pinche fresa!

 

I

—Como que no te gusta este ambiente, ¿verdad? —dijo la direc­tora de la primaria Francisco I. Madero, como si le leyera la mente.

 

—Sí, está bien… —fingió Sofía mientras se dirigían a su nuevo salón de clases.

 

Desde el primer día todos la miraron como un bicho raro y comenzaron a decirle “pinche fresa”, “la rica”, “la güerita”. Lo consideraba normal por ser la “nueva”, pero pasaron las semanas y nadie quería hablar con ella. Intentó integrarse al grupo y fue peor: “Te vamos a pegar a la salida, burguesa”, le advertían.

 

El cambio fue drástico para la niña de 11 años: preescolar y hasta quinto de primaria los había cursado en colegios Montessori y en el Centro Escolar Educa. Por cuestiones económicas y de mu­danza fue inscrita en esa escuela pública del Ajusco. Era la única chica de piel blanca del aula y por eso la hacían llorar. Ya no quería ir a clases, hacía cualquier berrinche para evitar insultos y demás burlas. “Pero tú vas a estudiar, no a hacer amigos”, le trataba de explicar Raúl, su padre.

 

Cuando terminó el ciclo escolar, Sofía era la chica más feliz del mundo. Por fin ya no iba a ver a esos niños groseros y vulgares. Regresó a su casa corriendo con todas sus fuerzas.

 

 

II

 

No podía creer tanta mala suerte en tan poco tiempo: la apunta­ron en la Escuela Secundaria Técnica 96, Miguel Alemán Valdés, ubicada en la colonia Santo Tomás Ajusco, donde se encontraría a la mayoría de sus compañeros odiosos de sexto de primaria. Ya podía imaginar el menú de la semana: lunes y miércoles, groserías; martes, jueves y viernes, “ley del hielo”. Caminara por donde cami­nara, se encontraba a alguien que le decía: “¡Pinche fresa, qué haces aquí!” Un mal augurio.

 

Por lo menos una vez a la semana le escondían su mochila y le robaban algunos útiles o cosas personales. Pero un día sintió mucho coraje al encontrar su morral tirado como basura en el pa­sillo del salón. Le ardía el estómago, pensó que tenía fuego en las tripas al leer un papelito que señalaba: “No manches, no me digas que ya se dio cuenta de que fuimos nosotras las que aventamos su mochila por la ventana”.

 

Sin pensarlo fue al área de trabajo social para reportar la “bro­ma de mal gusto”, pero no pasó nada. Sabía que era el grupito de siete niñas liderado por Samanta.

 

Ya en segundo grado le cambiaron el mote, ahora era “la cabe­zona” por su nuevo corte de cabello o la “Blanca Nieves”. Trataba de ignorar esos comentarios pero siempre terminaba llorando en el baño a la hora del recreo. Hasta que un día Sofía se hartó y encaró a Samanta:

 

—Ya vele bajando, no me importa tu vida, me das igual.

 

—Perdónanos, neta que ya no queremos tener problemas con­tigo, ni al caso —le contestó la líder mientras mascaba un chicle de menta.

 

Sin embargó, pasó una semana y regresó la pesadilla. Al atrave­sar el patio, ella y una amiga de tercer grado fueron interceptadas por Samanta y sus seguidoras. Salieron de repente agarradas de las manos como una gran serpiente y comenzaron a rodearlas. No había escapatoria, fueron presa fácil. Mientras giraban en círculo escucharon: “Ay, pendejitas, ¿a dónde van?, pinches mugrosas”. Su acompañante pudo escapar, pero Sofía permanecía en esa jaula humana.

 

Poco a poco cerraron la rueda y comenzaron los empujones y los jalones de cabello, mientras oía: “¡Pinche cabezona, ya lárgate de aquí!” Una sensación de miedo invadió su cuerpo porque no podía respirar, trataba de zafarse pero era inútil. Pensaba lo peor.

 

A pesar de que todo transcurría vertiginosamente, veía esos rostros disfrutando el momento. Desesperada, Sofía tuvo un segundo para defenderse: “¡Ábranse, pendejas!”, y con los puños cerrados pudo huir. Corrió hacia ninguna parte.

 

Del coraje, Samanta la persiguió y pudo alcanzarla por la espalda. La agarró del hombro derecho y le enterró las uñas como cuchillos filosos. Ya de frente, la agresora estampó su mano derecha sobre una de las mejillas de Sofía. “¡Lo que me quieras decir, dímelo en mi cara, perra!” La agredida no podía creer la clase de monstruo al que desafiaba. La miró unos segundos, realmente estaba enojada. Cabizbaja, huyó a paso lento.

 

Subió las escaleras y no podía llorar. Buscó al prefecto Martín, que desde las alturas había observado el incidente, y a quien le contó todo para que redactara el reporte. “No pasa nada, mi’ja, pero, qué bueno, te lo mereces”. En ese momento brotaron las lágrimas, estaba destrozada. “No se vale que me hagan esto”, se decía a sí misma.

 

Su tutor la vio tan mal que la acompañó a trabajo social y ahí le preguntaron quién la había golpeado, pero al final la directora no quiso resolver nada.

 

Los padres de Sofía acudieron al día siguiente para arreglar el asunto, pero la titular de la secundaria técnica les dijo: “Yo llevo más de 20 años en esta institución y no pasa ese tipo de cosas”. Salieron indignados y sin otro camino que esperar a que concluyera el año para moverla a otro plantel.

 

“No respondí al golpe porque yo también pude haber sido responsable, ¿no? Obvio no me iba a quedar callada porque iban a ver que la víctima es más sensible de lo que aparenta y pueden hacerme más cosas feas. Por eso yo les contesté con groserías y me fui.”

 

 

III

 

 

Sofía está harta del ambiente escolar y así se lo hizo saber a sus padres, quienes no han encontrado otra secundaria cercana. Le sorprendió escuchar muchas groserías entre sus compañeros de clase, no sabía su significado y tal vez por eso se reían de ella, porque “pecaba de inocente”. Inventaba sentirse muy mal o a veces se enfermaba a propósito para no asistir a la escuela.

 

Para ella es común ver a los estudiantes tomar cerveza en los baños o fumar cigarrillos. Esconden sus “guamas” en bolsas de plástico y las meten de contrabando. Le asustó mucho enterarse de que sus compañeros hacían cosas malas, por lo menos nunca había observado algo similar en sus anteriores colegios.

 

El solo hecho de ver a niños y niñas haciéndole “caras” la estresa demasiado. Por esta situación va mal en algunas materias como matemáticas y química. Cada vez que camina hacia la secundaria comienzan a sudarle las manos y trata de estar atenta por si se topa con sus “enemigas”. Ya no sabe qué es peor: que la dejen

de molestar un poco o que la ignoren por completo.

 

Dice que a veces se siente como un fantasma en clase, un espejo roto. Pero cuando hay problemas o existe alguna travesura en el aula, le echan la culpa: “Fue Sofía, maestra”. A la profesora de formación cívica y ética es a la única que le tiene confianza porque le ha mostrado respeto. Los demás le dicen: “Como que eres fresa, ¿no?” O le preguntan: “¿Eres emo?”

 

A Sofía le fascina cantar y escuchar música. Uno de sus grupos favoritos es la banda de rock-pop Enjambre. Además le divierte estar con su familia y jugar con sus perros. Dice que le gustaría ser actriz de teatro o algo relacionado con las artes. A pesar de vivir días incómodos nunca se ha ido de pinta y trata de aguantarse: “Es mejor sola que mal acompañada”. En un pequeño calendario marca con una equis los días que le quedan en esa “terrible” secundaria.

 

“¡Al diablo con todo!”, escribe en su libreta de rayas. “Todo el mundo bostezando y desesperándose”. Asegura que recordará este episodio de su vida como una acumulación de malos momentos.

 

 

Moisés Castillo, Los Nadie. Historias de violencia en voz de los jóvenes, México, Grijalbo, 2013.