No es costeable trabajar a cambio del mínimo
Humberto Musacchio
Alguien tenía que abrir el debate y lo hizo Miguel Ángel Mancera. Es una infamia que el salario mínimo sea de apenas dos mil pesos mensuales, pero es lo que percibe 14 por ciento de los trabajadores: 67.29 pesos diarios en el área A —que incluye la ciudad de México, donde sólo 9 por ciento cobra el mínimo— y 63.77 en la B.
De acuerdo con la Constitución, el salario mínimo debe ser suficiente “para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos”. Más allá del subjetivismo y la nebulosa redacción, queda claro que dos mil pesos mensuales no alcanzan, ni de lejos, para cubrir tales necesidades.
Con sesenta y tantos pesos el trabajador tiene que vestirse, comer, transportarse y tener un techo, necesidades cuya satisfacción más elemental demandan una suma superior y eso sólo para una persona, no para familias completas. Por eso la inmensa mayoría de los patrones no pagan el salario mínimo, pues a cambio no consiguen la mano de obra que necesitan. No es costeable trabajar a cambio del salario mínimo.
Como el salario mínimo no es suficiente para la reproducción de la fuerza de trabajo, desde hace treinta años hay una migración masiva hacia la informalidad, donde con imaginación, iniciativa y menos esfuerzo se obtiene un ingreso mayor, si bien al margen de la seguridad social, por cierto muy deteriorada en los últimos decenios.
Una consecuencia más de los salarios míseros es que jalan hacia abajo las percepciones del conjunto de la fuerza laboral, lo que incide en una baja real y tendencial de la demanda, y explica, así sea parcialmente, el sonambulismo de la economía mexicana, que desde hace treinta años crece menos que la población y distribuye cada más injustamente sus beneficios.
De manera sostenida, los salarios aumentaron su poder adquisitivo durante los años del desarrollo estabilizador, pero con Luis Echeverría y José López Portillo la economía se salió de las vías por las que transitaba y empezó la caída de los mínimos, agudizada a partir de 1982 y con una tendencia a la depauperación generalizada durante treinta años de neoliberalismo, al extremo de que hoy el salario compra 77 por ciento menos que en 1977.
Por supuesto, nada sería más contraproducente que un aumento súbito de los salarios, lo que desataría una inflación incontrolable y sería un remedio peor que la enfermedad. Pero no hay razón para que no entremos desde ahora en una dinámica que tienda a un alza gradual y bien medida del ingreso de las familias. No sólo es posible, es también necesario.