RETRATO HABLADO

 

(Guadalajara, 1929-ciudad de México, 2014)

Roberto García Bonilla

Hay profesiones que poseen una jerarquía indiscutible: abogado, médico, ingeniero, historiador, profesor —el académico universitario sustituyó el prestigio que muchos años tuvo el profesor normalista—, arquitecto, contador; incluso aunque se desconoce mucho de sus procesos de trabajo, los científicos poseen una jerarquía en el imaginario colectivo.

Las disciplinas artísticas poseen un estatus ambiguo; son el contexto y las circunstancias que determinan su prestigio. El ámbito puede abarcar los espacios más austeros y al mismo tiempo especializados, con un rigor sin mácula (por ejemplo, un pintor recluido en su taller alejado de los marchantes y publicistas o un escritor que con disciplina, investiga, se informa, lee y escribe sin importarle la temperatura de las tertulias y las maledicencias de las repúblicas de las letras).

Y existen gremios en los cuales el prestigio se basa, sobre todo, en la imagen que proyecten a través de empresas de marketing, el impacto mediático que sostengan o su actividad y, ahora, la resonancia y popularidad que se alcance en las redes sociales.

La profesión de escritor tiene un prestigio oscilante por una serie de matices que orienten y sustenten su valía artística y su reconocimiento editorial e institucional. No deja de ser cierto que para no pocos científicos —incluso humanistas—, la creación literaria es producto de la inspiración, con todo la vaguedad que la palabra puede connotar, al extremo de considerarse una profesión sin el rigor que tienen otras disciplinas humanísticas, por no hablar de las llamadas ciencias duras.

La figura del autor

Esta percepción parte de la ignorancia, estrechez de horizontes sobre la vida y la cultura, ausencia de sensibilidad (no sensiblería), que —en suma— reflejan el estado de interpretaciones de una colectividad, de su vigor, de su estabilidad y, muy importante, de su crecimiento económica (expresado, por ejemplo, en el porcentaje del PIB dedicado a la educación y la cultura por el Estado correspondiente).

La figura del autor como símbolo de creación, discernimiento y sapiencia se ha explotado, incluso como una suerte de factótum de los personajes y protagonistas de sus historias.

En un extremo contrario, Roland Barthes (1915-1982) escribió en célebre texto —La muerte del autor (1968)— cómo la imagen de la literatura que se impone en la cultura tiene su centro tiránicamente en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus pasiones.

Y para extendernos en los ejemplos de Barthes, se habla de William Faulkner (1897-1962), por su alcoholismo; de Arthur Miller (1915-2005), por bohemio y mujeriego; de Truman Capote (1924-1984), por sus excesos. Barthes observa que Mallarme (1842-1898) fue el primero que previó la necesidad de sustituir al autor por el lenguaje, al cual se consideró por mucho tiempo su propietario; porque “es el lenguaje y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, «performa», y no «yo»”.

El autor de Mitologías observa que el imperio del autor ha sido fortalecido por los críticos. En la literatura, la figura del crítico está lejos del glamour que posee el escritor; una de sus cualidades que le confieren enemistades es el ejercicio de polemista.

Centro de muchas discusiones y polémicas

Entre nosotros, por ejemplo, Emmanuel Carballo (Guadalajara, 2 de julio de 1929; ciudad de México, 20 de abril de 2014) fue el centro de muchas discusiones y polémicas a lo largo de su vida. Antes de dedicarse a las letras, estudió derecho; autor de dos poemarios —Amor se llama (1951), Eso es todo (1972)— y del libro de cuentos Gran estorbo la esperanza (1954). Carballo asumió siempre el papel incómodo del crítico como elemento “molesto pero necesario” dentro del proceso editorial en la república de las letras. Semanas antes de su muerte, llegó a comentar que “mi papel se presta más a la censura que al elogio”. Su trabajo como crítico está en las páginas de publicaciones periódicas en las que colaboró por más de seis décadas. Su libro más conocido es Protagonistas de la literatura mexicana, cuya primera edición tiene medio siglo y la más reciente es de 2005; en todas las versiones añade nombres a la nómina de las figuras canónicas de nuestras letras, desde José Vasconcelos (1882-1959) hasta Carlos Fuentes (1928-2012); son conversaciones que dan cuenta de una geografía de las letras mexicanas.

Además de ser uno de nuestros críticos más constantes, como memorialista Carballo dejó una enorme galería de retratos sobre autores,   temas y momentos de nuestras letras, contenida en tres títulos: Ya nada es igual (Escritura en Marcha, 1994), Diario público (Conaculta, 2006) y recientemente Párrafos para un libro que no publicaré nunca (Conaculta, 2013).

Los textos de Carballo son puntuales y breves; son una mezcla poco ortodoxa entre diario, memorias y ensayo breve. A lo largo de Párrafos para un libro…, se despliegan un centenar de textos escritos entre 1953 y 2011. La temática es de varia intención: desde el proceso y formas de escritura hasta la poesía femenina, y se refiere en 1966 a dos jóvenes promesas: Coral Bracho y Kyra Galván.

Sus viñetas es lo más revelador y refrescante al observar en perspectiva; por ejemplo, se refiere a Efrén Hernández (1904-1968) como “el cuentista más extraño de la literatura mexicana”, y en 1962 se refiere a José Revueltas (1914-1976) como una gran cuentista, en particular Dios en la tierra (1944) y Dormir en tierra (1960).

Y al referirse a Salvador Novo (1904-1974), afirma que sólo él y Octavio Paz (1914-1998) fueron los únicos poetas que entendieron a Andre Breton. Y hay retratos de cuerpo entero de creadores y su obra como e dedicado a Luis Cernuda (1902-1963).

Carballo recupera distintos tipos de textos, desde la carta incidental hasta las notas de futuros ensayos en forma, y funde el anecdotario en evocación, la misiva con opiniones críticas, como una escrita a Marco Antonio Campos; se refiere a Árbol adentro de Paz: “Contiene algunos de los mejores poemas que ha escrito a lo largo de su vida. Es un ajuste de cuentas consigo mismo y con los suyos”.

Se mantuvo incólume

Carballo tiene muy clara la diferencia entre escribir sobre la vida cotidiana y escribir fragmentos de biografía. Aunque pudiera suponerse que el crítico busca la posteridad, al menos fugaz, con sus textos, estas viñetas reunidas quieren ser testimonios sin más adjetivos que los que cada lector quiera atribuirle desde la admiración o la denostación.

Carballo, si bien tuvo un ego elevado —todo crítico lo necesita para resistir blasfemias, ardores de autores heridos en su orgullo y cuya originalidad queda en duda— tuvo el aplomo de sobrellevar el estigma del crítico no glorificado por sus logros pioneros, aunque no dejó de formar parte del canon que él mismo se atribuyó haber iniciado en figuras como Juan José Arreola (1918-2001) y Juan Rulfo (1917-1986).

Es imprescindible que se se haga una reunión cuidadosa de sus textos críticos y que se reúnan en un volumen sus viñetas de autores. A pesar de sus declaraciones incendiarias, Carballo sostuvo la entereza del crítico en los distintos momentos de su carrera —desde los años gloriosos de la Revista Mexicana de Literatura (1955-1965) hasta sus últimos textos en Revista de la Universidad de México (por ejemplo, el bello texto “Guillermo Tovar in memoriam”).

Carballo se mantuvo incólume, aceptó su condición de apóstata que a la vez reconoce que la crítica cambió, desde sus discursos hasta sus obsesiones que la industria editorial impone a la nueva crítica, cuyo rostro aún desconocemos.