Mariana Bernárdez

Hay en todo reunirse el infalible recuento de la memoria, la intransigencia del papel pautado por un tiempo donde la pregunta no busca respuestas sino ser asidero de reconocimiento: de dónde se es, a quién se conoció, quiénes fueron aquellos con los que se hizo la vida…, invariablemente su paso de prisa inusitada, es engañado tras la sensación de una terrible lentitud, cuando la infancia queda apresada en días lluviosos tras ventanales imaginarios. ¿Cómo reconocerse si no hay demora en la orilla de la herida?
¿Detención o vórtice?, vivencia antigua que apuntala la exactitud del impasse entre el latido y la respiración, ¿remolino o nodo? Nada pesa más que un corazón atormentado y el vapuleo de la tempestad poco tiene que ver con el giro inherente a toda escritura. Dicen que no hay historia feliz, creo que la apreciación es inexacta, porque no hay quien resista la desgracia por siempre: nuestra naturaleza obliga a reír, a tratar de encontrar un cierto equilibrio que amerite el estar vivos, a sosegarse sin más. El latido se aquieta en el gozo de las altas esferas del saber donde el consuelo se abraza en el blanco de la materia y en la inflexión de la letra.
Entonces, el peso del vivir, ese enjambre de pesadumbre, aligera su gravedad y transforma lo terrible en luminoso: la invocación que trastoca el imperio de lo nimio y abraza el goce. Y escribir…, escribir un libro como un árbol, al que le crecen ramas que nadie atreve a cortar por no dañar el sino entre el azar y el destino: travesía donde las sirenas no fascinan sino que custodian un canto antiguo, ¿umbral hacia la muerte?, sólo ellas saben de la profundidad del mar, ¿quién se es para no asir el mástil?, ¿quién para no prestar la mano a la clemencia de su voz?, las palabras siguen el capricho del viento y el derrotero que ofrecen deambula por una fractura: la de los labios alguna vez besados por la sombra de lo prohibido.
Quemado el cuerpo por un sol imaginario, por un mundo leído y entrevisto en su dulzura, los días sin la profecía de su página iridiscente son de una grisura insospechada. Sed insaciable de arrebato, de sentir caballos desbocados a flor de la garganta, tajando con sus patas confundidas las cuerdas vocales hasta alcanzar el aullido y después el ulular, ¿quién de los demonios habrá de silenciar el batir de alas de ángeles cayendo en vocales y consonantes, hasta encarnar el cuerpo único de la palabra, cuando se pronuncia en la humildad de quien se arrodilla en la playa de Ítaca?
Tocan los dedos sus labios, sus yemas ríspidas raspan el resplandor de su doblez, no hay caricia que sane el escollo de sal cuando el canto carece de centro y el centro carece de peso, pero imanta en el silencio de lo increado. Brota la palabra en su germinante raíz de tierra y funda para siempre el pálpito de una Sibila que no quiso esperar lo que habría de venir allende el mar.