Eusebio Ruvalcaba

Beethoven compuso música para prácticamente todos los géneros, lo cual, entre paréntesis, obliga a reflexionar en los prejuicios que vienen arrastrando los escritores: o escribes ensayo o escribes novela, o escribes novela o escribes poesía; ¿no es éste el criterio que norma la producción de incontables literatos?, y creo que por una razón: por su apego irrestricto a las normas de la academia, desde el momento en que la academia divide la producción escritural en géneros determina sumisión y mediocridad —términos que los académicos anteponen por antonomasia.
Regreso con Beethoven. Ser libérrimo por antonomasia, este compositor escribió toda la música que quiso. Conciertos, sinfonías, oberturas; tríos, sonatas, lieder, nada escapó a su oído universal. Pero es quizás en sus cuartetos de cuerdas donde es mayormente posible aproximarse al alma de este genio. Por varias razones.
En primer lugar porque en el momento en que Beethoven se aproxima al cuarteto, esta dotación no había alcanzado su altura definitiva. Desde luego estaban los seis cuartetos que Mozart le había escrito y dedicado a Haydn, y los que el propio Haydn había legado a la humanidad (que los hizo por docenas, y que si bien no todos son mayúsculos, cuando menos hay una veintena que son obras maestras absolutas; no hay que perder de vista que Haydn escribía sus cuartetos lo mismo en forma individual que por paquetes, generalmente de seis en seis; de tal modo que de pronto el total se abultaba prodigiosamente). Pero a pesar de este repertorio, el cuarteto constituía una veta en todas sus implicaciones. Un desafío. Y ahí fue donde Beethoven —un músico muy astuto, además, porque era capaz de calibrar la avidez del público por tal o cual género, lo que le permitía mirar el éxito hacia el día de mañana—, ahí fue donde el genio de Bonn puso el dedo en la llaga.
El viejo sordo dejó al mundo 16 cuartetos —hay quien prefiere contar 17, pues el número 13 en realidad son dos. Son 16 cuartetos que se dividen en tres periodos, y que cada uno corresponde a una etapa diferente en la vida de Beethoven. Los primeros seis se denominan los Cuartetos Iniciales. El músico los compuso cuando frisaba los 30 años de edad; aun no estaba sordo. Se trata de cuartetos muy influidos por Mozart y Haydn, aunque de pronto asoma la nariz la genialidad indómita de Beethoven. Se intitulan los Opus 18. El más popular es el número 4. Contiene algo que devendrá en el romanticismo recalcitrante de la siguiente música beethoveniana. Precisamente en este periodo de su vida, la desesperación acomete a Beethoven. En 1802, en el colmo de la desesperanza y el pesimismo, escribe su testamento en una población donde había ido a reposar por recomendación de su doctor. El documento lleva el mismo nombre que la población: Heiligenstadt. Beethoven se ve a sí mismo, como un enfermo misántropo. Abatido por la sordera, no hay para él generosidad de la naturaleza ni menos de dulzura femenina. Así ve el mundo, como una fuente de dolor. Ya para este momento, cada nota que sale de su pluma está imbuida del abatimiento total. Pero el hombre se impone sobre la desolación, y en 1806 Beethoven compone su siguiente serie de cuartetos. Los conocidos como Centrales, y que van del 7 al 11.
Aquí hay que destacar algunos puntos. Los números 7, 8 y 9 reciben el nombre de Rasumovsky, por apellidarse así el conde que los pagó y cuyo nombre figura en la dedicatoria firmada por Beethoven. Pero no sólo el nombre. Beethoven incorporó temas rusos a la música para complacer a Rasumovsky. Mientras que los cuartetos iniciales de esta serie no llevan ningún sobrenombre, el 10 se intitula Las Arpas, y Serioso el 11. Pero hay más. Estos cuartetos intermedios son de lo más romántico que creó Beethoven. Cualquiera de ellos.
Detengámonos en el 10, “Las Arpas”.
De alguna manera, Beethoven plasmó en este cuarteto una especie de decálogo musical. Enemigo de que le dijeran cómo hacer las cosas, él sí —como todo genio— imponía el modo único de hacerlas. Cada uno de los cuartetos anteriores es un peldaño para alcanzar la cima. Desde los primeros compases de este cuarteto, la intensidad va colmando los oídos de quien escucha. Beethoven es un narrador a la altura de Dostoievski (o al revés: Dostoievski es un narrador a la altura de Beethoven), que desde las primeras líneas —compases— la historia está planteada y ya no es posible poner tierra de por medio. La acción avanza y la música va cobrando su forma trágica delante de nosotros. Como si viésemos nacer un volcán, que ignoramos cuál será su altura definitiva pero que intuimos que será algo grande, que rebasará con mucho nuestra imaginación. Cualquiera con la cabeza bien puesta sobre los hombres, agradece la creación de este cuarteto —al que se le llama Las Arpas porque en su devenir parece escucharse un arpa lejana.
Unas palabras sobre los llamados Cuartetos Últimos, que van del 12 al 17 (el 13 incluye la Gran Fuga, que es el 17) constituyen la filosofía de la música, y representan el testamento musical de Beethoven, lo que vendría siendo su pensamiento con centrado, acicateado por el dolor. Fueron cuartetos que pasaron inadvertidos, o mejor aún: excluidos del gusto musical de la época. La gente decía que Beethoven se había vuelto loco, y que era música muy difícil de escuchar. Imposible más bien. Cuando se programaban, apenas unos cuantos mortales se dignaban pisar aquella sala de música. Pero Beethoven tenía fe en que el tiempo se encargaría de poner las cosas en su lugar. Fraguado como siempre en el horno de la lucha, el fracaso de esta música no lo aplastó. “¿Qué puede hacerle un piquete de mosco a un caballo de carreras?”, acostumbraba decir cuando alguien le mostraba una crítica donde lo deshacían. Beethoven era invencible. Su espíritu libertario semejaba el de Dostoievski. En ambos se respira la misma fuerza poderosa e incontenible. Y si escuchamos los Cuartetos Centrales, advertiremos que el romanticismo y la belleza van de la mano. Como en pocas expresiones artísticas.