Muestra de “perenne amistad”
El pueblo de este país se agrupa en torno de la bandera
de cualquier aventurero que los lleve a la victoria y al botín.
Joel R. Poinsett, 1824.
José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
Como muestra de “perenne amistad”, el 20 de junio de 1964 —hace cincuenta años— el canciller mexicano, José Gorostiza, y el embajador de Estados Unidos de Norteamérica, Fulton Freeman, franquearon el impresionante umbral de la nueva sede diplomática del vecino país, construida en pleno corazón del Paseo de la Reforma por ingenieros y arquitectos mexicanos.
El sobrio y elegante complejo diplomático expresaba la importancia que el gobierno demócrata, que presidió el asesinado John F. Kennedy, le otorgaba a México, como reconocimiento a su destacada intervención en una de las crisis más relevantes de la Guerra Fría, gracias a la cual se disipó el barrunto de guerra nuclear provocado por la detección de misiles soviéticos en la Cuba revolucionaria.
La corrección y decoro diplomático mexicano permitió superar los enconos entre las potencias nucleares, y en reconocimiento a la labor pacifista jugada por nuestro país, el gobierno de Estados Unidos apostó a construir una sede diplomática de primer nivel, menor en dimensiones a la de Londres, pero mayor en belleza y, ante todo, confiada a una empresa mexicana para su edificación.
El concepto arquitectónico de la embajada gringa en México, abandonó el principio de fortaleza concebido para este tipo de edificaciones, lo que seguramente permitió a los hermanos Nicolás y Mariano Mariscal —fundadores de la constructora a la que se le asignó el proyecto— establecer un diálogo urbanístico con el cercano hotel María Isabel, al tiempo de armonizar, a través del uso del mármol de Carrara, el estilo característico de las edificaciones concebidas por Pierre Charles L´Enfant para la capital de los Estados Unidos y, gracias a ello, dialogar con el mármol del Ángel de la Independencia y con el del nuevo complejo museístico concebido por Ramírez Vázquez para el cercano Bosque de Chapultepec.
A la par de ese mensaje de amistad, el Departamento de Estado del vecino país concibió una estrategia para diluir —justo cincuenta años después— la aciaga imagen del Pacto de la Embajada, componenda militar impulsada en contra del presidente Madero por el irascible y ambicioso embajador Henry L. Wilson, quién facilitó a los golpistas el Salón de Recepciones de la sede diplomática, ubicada en la esquina de la avenida Veracruz (hoy Insurgentes) para concretar la felonía contra la naciente democracia mexicana.
A pesar de los recursos arquitectónicos expresados en la sede diplomática del vecino país en el Paseo de la Reforma, sus desplantes y ambiciones opacan cualquier atisbo de amistad proveniente de quien, desde Joel R. Poinsett, su primer representante diplomático, nos denigró como pueblo al calificarnos de aventurero, para ocultar tras ese descrédito sus aviesas intenciones anexionistas y sus reales intereses injerencistas, tan vigentes hoy como antaño.
