Nueva política vaticana de cero tolerancia

Raúl Jiménez Vázquez

Hace poco, el papa Francisco hizo una declaración en la que calificó los abusos sexuales cometidos por sacerdotes como un crimen comparable a una “misa satánica” y decretó por ello una política de cero tolerancia hacia cualquier miembro del clero que viole a un menor. Estas aseveraciones fueron secundadas a su vez con la asunción del compromiso formal de reunirse en breve con un grupo de víctimas.

Éste es un primer reconocimiento categórico de la extrema gravedad que reviste la patología de la pederastia religiosa. Empero, sin desconocer su trascendencia, cabe advertir que dicho señalamiento de ninguna manera se encuentra a la altura de las acciones arquetípicas que es ineludible realizar conforme a la normatividad internacional aplicable a la materia.

A este tenor, es de destacarse que la resolución 1998/53 de la entonces Comisión de Derechos Humanos de la ONU, alusiva al tema de la impunidad, establece en forma clara y precisa que la denuncia de las violaciones a derechos humanos, la entrega de sus autores a las autoridades civiles, la obtención de justicia para las víctimas, así como el mantenimiento de los archivos históricos de las transgresiones, son los elementos clave para la prevención de futuros ataques a la dignidad humana.

De igual manera, es pertinente invocar la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y del Abuso del Poder, adoptada por la asamblea general de las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1985, donde se estipula que las víctimas deben ser tratadas con compasión y respeto a su dignidad y asimismo tienen derecho al acceso a los mecanismos de la justicia y a una pronta reparación del daño sufrido.

Finalmente, el Conjunto de Principios para la Protección y la Promoción de los Derechos Humanos mediante la lucha contra la Impunidad, instrumento también emanado de la ONU, estatuye con meridiana certidumbre que los Estados están obligados a hacer justicia a las víctimas y someter a juicio a los responsables de las violaciones a derechos humanos.

Tales son, ni más ni menos, las medidas cuya inmediata instrumentación debería proveer el jefe del Estado Pontificio para hacer efectivo su emblemático pronunciamiento. Sin embargo, la mayor prueba de la grandeza de espíritu que subyace en la postura papal consistiría en la adhesión ad hoc de la Santa Sede al Estatuto de Roma, a fin de consentir que sea la Corte Penal Internacional la que se avoque a la investigación y juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad tipificados a raíz de la perpetración de los innumerables actos pederastas.

Sólo de este modo, haciendo gala de un inconmensurable amor de ágape y aplicando con todo fervor la filosofía del humanismo centrado en el otro preconizada por Emmanuel Levinas, será posible transitar de la infame misa satánica al esplendor de la dignidad, la verdad y la justicia.