Felipe Garrido
O sin tilde, para que entiendan los que le ponen acento y acto seguido lo siguen pronunciando como lo hacemos en México, como una palabra aguda, con la sílaba tónica al final. De la misma manera que decimos beisbol y basquetbol y volibol. Esto es una digresión, se entiende. Pero me parece esencial.
Una mañana, a finales de 1960, algo notó mi madre en mi manera de levantarme de la cama, mareado y con náuseas, que un par de horas después nos llevó a consultar a un cardiólogo. Ahí terminó lo que pudo ser una carrera de futbolista tal vez destacada. Jugué futbol desde muy niño y no lo hice mal. Formé parte de las selecciones escolares en el Instituto México y en el Centro Universitario México —donde llevé la misma camiseta que la Calaca González, Albert, dos Valtonrá y dos Regueiro—, y más tarde alineé, en la selección juvenil del Distrito Federal, al lado de Mejía Barón, el Chalo Fragoso, Munguía, el menor de los Larrasolo y otros que olvido pero que eran igualmente buenos; ganamos juntos al menos dos campeonatos nacionales. Cuando sobrevino lo del cardiólogo acababa de ser convocado para probarme con la selección nacional que fue a unos Juegos Panamericanos, me parece que en Panamá. Dos o tres años después volví a las canchas, pero ya no seguí el duro régimen de los entrenamientos de alguien que aspira a ser un profesional; volví como llanero y jugué por muchos años en ligas y campos de toda clase. De vez en cuando me asalta el pensamiento de que, en realidad, nada demasiado grave aquejaba a mi corazón. Tal vez todo fue una manera de retirarme antes de que empezara.
Quedé relegado a la condición de llanero y de espectador. Llanero hasta mediados de los noventa. Jugaba en ese tiempo, los sábados por la mañana, con gente de conaculta —Saúl Juárez, Óscar Pineda, Eduardo Langagne, Jorge von Siegler—. Y durante la semana dirigía Rincones de Lectura en la Secretaría de Educación Pública: un programa nacional que quería hacer lectores a los alumnos de educación básica y a sus maestros.
Y sucedió que se me fue volviendo costumbre viajar cada semana para ver de cerca lo que sucedía con Rincones. Lo habitual era que estuviera fuera jueves o viernes o los dos días. Y con frecuencia el regreso era el sábado. Andar de un lado a otro del país leyendo y escribiendo con los maestros de educación básica, con sus innumerables alumnos, fue desplazando al futbol. Cuando dejé de jugar estaba yo llegando a la mitad de mis cincuenta años. Después de eso, de vez en cuando incurrí en cascaritas, cada vez más espaciadas. No es raro que al pasar por alguna cancha más o menos llanera detenga la marcha y por un rato, con indecible nostalgia, vea jugar a esos muchachos —o no tan muchachos—, y deba contenerme para no pedirles que me dejen entrarle al partido.
Lo que me gusta es jugar. Soy un mal espectador. Los estadios me asquean. Los hemos convertido en templos de la barbarie. Las hordas que apoyan a los equipos rivales no aprecian el deporte, ni el juego, ni las buenas jugadas, ni la victoria, sino derrotar o, más bien, humillar al contrario. Si al terminar el juego pudieran empalar a los enemigos —eso es lo que son— quedarían apenas satisfechos. La brutalidad nos ha vencido. Hemos renunciado a la oportunidad de que asistir a una competencia deportiva sea una manera de formarse. Nos escandaliza la violencia en las calles, y la provocamos, la alentamos, la festejamos en los estadios.
Yo nací en Guadalajara y, aunque pronto pasé de aquella Ciudad a México, permanecí chiva durante toda la infancia y la primera juventud. Un día, algún jugador, no sé quién, cambió de camiseta —eso fue una excepción algo escandalosa al principio—. Y después otro, y otro, y cualquiera. Aquello terminó por ser habitual y yo me quedé con la camiseta vacía en las manos. Comenzó a dar lo mismo quién la llenara. Me hice a un lado. Dejé de ser chiva y dejaron de interesarme el campeonato, la copa, la liguilla, lo que se les ocurra inventar para levantar el negocio. Dejé de ver los partidos por televisión. Alguna vez sigo alguno, por supuesto, y en general me decepcionan. El futbol me gusta más que nunca. Lo que no me gusta son la liga, ni los equipos que tenemos, ni la selección, ni la manera en que se manipula al público para que apoye a un equipo que, por razones patrioteras, debe sentir propio.
Pero luego vuelve el Mundial. Cada cuatro años. Vuelvo a sucumbir. Hay un paréntesis en que, más allá de los colores nacionales, el juego recupera su embrujo y vuelve a ser no solamente el juego, sino una metáfora de la vida. No tengo favoritos. Mi favorito es el futbol, así, para mí sin acento. El juego más lindo del mundo.


